¿Zumba, acupuntura, spinning, pilates, aeróbicos, kick boxing? ¿Por qué no yoga?     Soy de esas personas de temporadas obsesivas requete-compulsivas. A veces me obsesiono con el reciclaje y separo detalladamente los empaques de cada producto que pasa por mis manos; otras, me pongo a leer cuanto libro, blog, entrada de Wikipedia o revista hay en frente de mí, y claro, también me llega a dar por arrasar con la limpieza de mi departamento que, dicho sea de paso, debería hacer más seguido. A veces me da por coleccionar los suplementos de viajes y culturales del periódico de cada sábado (porque es evidente que es superimportante tenerlos a la mano), mismos que regularmente terminan envolviendo los cuadernitos donde escribo cuando quiero huir de la tecnología; y a veces, aunque no tantas como debería, se me antoja ejercitarme. Hace unas semanas, justo antes de ganarme estas merecidísimas vacaciones por enfrentar al maestro más temible del condado (no bromeo cuando digo lo de temible), me dieron unas corrosivas ganas de correr y no me aguanté. Le quité la capa de polvo a mis tenis, me aseguré de que mi ropa diseñada para tal propósito no oliera tan a guardado y fui al parque más cercano. Treinta y nueve minutos después y medio litro de sudor menos, regresé molida a casa, pero no del todo satisfecha. El antojo seguía ahí y tal parecía que necesitaba ofrendarle algo más en sacrificio para calmarlo. Tomé aire y decidí ir por el camino corto para averiguar qué era. A ver, ¿qué le funciona a los demás?, ¿qué es lo de hoy? ¿Zumba, acupuntura, spinning, pilates, aeróbicos, kick boxing?, ¿tal vez uno de esos bailes cada vez más tropicales? Ante la sobremesa y el café con las galletitas del desayuno del domingo en un restaurante no muy lejano, la respuesta vino a mí. Desde la ventana vi pasar a una considerable cantidad de mujeres con ropa elástica cargando algo que parecía un tubo grueso de foami y entrar al lugar de al lado de nombre “Tula Yoga”. “Si ellas entran ahí, voy a seguirlas.” Pero, ¿yoga? Definitivamente esto era un trabajo para Google. Aquí el resumen no oficial de los cerca de ocho resultados consultados de los 398,000,000 que encontré: “El yoga es una práctica de autoexploración que se originó en la India hace aproximadamente 6,000 años. En un principio emergió como una práctica meditativa con el propósito del descubrimiento de la esencia natural del yo y la realización de la verdad del universo. “Por miles de años, a partir de ese momento, el yoga se ha adaptado a muchos diferentes estilos enfocados en diversos aspectos de su uso, mismos que hoy podemos ver alrededor del mundo. Dependiendo del tipo de yoga, se emplean diferentes sistemas y prácticas que pueden incluir: ejercicios físicos, energéticos o meditativos y técnicas de respiración, o puede combinar ambos; así como cánticos, servicio comunitario, relajación y ejercicios restaurativos”. Se empezaba a parecer a lo que buscaba. Y ya que estaba en eso de resolver mis dudas, leí que lo que había confundido con un gran tubo de foami es algo a lo que le llaman mat, que no es más que un tapete que te ayuda a no resbalarte mientras realizas las posiciones y que el nivel de la pureza del caucho, material del que supuestamente está fabricado, lo hace aún más caro. Unas semanas después entré a pedir informes al tal “Tula Yoga” y, como en todo rito de iniciación a cualquier extraño mundo, había un paquete de oferta especial para los novatos como yo con un precio bastante, bastante atractivo que no podía rechazar. Sí, en un dos por tres estaba ya comprometida a presentarme por 30 días seguidos “para conocer en un ambiente amigable los beneficios que el yoga le iba a traer a mi vida”. “¿Para conocer en un ambiente amigable los beneficios que el yoga le iba a traer a mi vida?” Ajá, “para conocer en un ambiente amigable los beneficios que el yoga le iba a traer a mi vida”. Me lo repetí muchas veces para terminar de convencerme. La recepcionista lo remató con un “namasté”, la vi raro y le dije “tú también”. Había llegado la hora de iniciar la búsqueda del mat prometido. Llegó el día de mi primera práctica. En el momento en el que pisé el estudio me pidieron que me quitara los zapatos, que para “no contaminar nuestro espacio del exterior”. Ok, podía aceptar eso. Pero la causa principal de mi ansiedad era ese tono de voz bajito con el que todos se hablaban. Decidí calmar los nervios y pregunté por el baño. A primera impresión, todo normal, cuando de repente noté una textura rara, muy rara en el papel. Sí, era biodegradable, cosa nada grata para esta amante intermitente del medio ambiente. Estaba a punto de arrepentirme de “conocer en un ambiente amigable los beneficios que el yoga le iba a traer a mi vida”, pero me acordé de todos esos 30 días que ya había pagado y del mat nuevo. Pff. Me armé de valor y entré al salón. Analicé el terreno. Ahí sólo había una chica como de unos veintitantos acomodando su tapete y preparándose como si supiera exactamente lo que hacía y, ¿por qué no?, rompí otra de las reglas que consisten en no interrumpir a otros en su meditación antes de la clase. “¿Cuánto tiempo llevas practicando yoga?”, se lo solté sin preguntarle primero su nombre. “Cuatro años”, respondió sonriendo como si adivinara exactamente lo que pasaba. “Es mi primera clase”. Ajá, la vieja táctica de hacerme la amigable para que me juzgara más suavecito. “Te va a encantar”. Apenas había terminado de hablar y se paró de cabeza, mi ansiedad creció. El salón se llenó y Christi-an, la instructora (sí, así se hace llamar), nos pidió que nos relajáramos sobre el mat con los ojos cerrados y que pusiéramos una mano sobre el vientre y la otra a la altura del corazón. Primero se hizo un silencio absoluto. Christi-an nos pidió que nos concentráramos en los latidos, en nuestro centro, en la respiración, que sintiéramos cada uno de nuestros dedos. Cerré los ojos fuerte, fuerte y traté de sentir todo lo que decía. Terminó la relajación y empezaron las posturas de la montaña, el perro para abajo, el guerrero, el árbol, el puente, todo eso sin ninguna interrupción por una hora y quince minutos. (No quiero ni imaginarme como me veía intentando hacer todo eso.) Sudé a mares. Antes de terminar, nos pidió que nos sentáramos y que cerráramos de nuevo los ojos, y empezó a interpretar un cántico al que no le entendía nada. Mi mente estaba tranquila. Nos pidió que agradeciéramos con un namasté, la expresión de saludo, despedida, agradecimiento y veneración en sánscrito. Y, pues, “namasté”. Después de casi dos semanas de clases, cada una de ellas finalizada con la respectiva promesa de no volver a hacerme algo así en la vida, regreso a ese santuario urbano a caminar descalza, a hablar quedito, a evitar su rasposo papel biodegradable, a meditar, a estar conmigo, a relajarme, a ejercitarme. A ver cuánto me dura esto.     Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @Recienmentero

 

Siguientes artículos

¿Por qué el oro y la plata se siguen escondiendo?
Por

Se sigue imprimiendo dinero sin límites para sostener con alfileres la economía mundial, pero no generando más riqueza a...