En la conclusión de su célebre ensayo La crisis de México, publicado en 1947, Daniel Cosío Villegas advirtió que México iría a la deriva si no se reconocía y se remediaba la crisis política y moral en la que había caído al iniciar la consolidación del régimen que sustituyó al porfirista. Dijo que tal crisis, negada por muchos, vino del agotamiento de las metas de la Revolución Mexicana: se llegó al punto en el que “el término mismo revolución carece ya de sentido”, de modo que el país estaría perdido si no renovaba el compromiso de una nación más justa. Como último recurso, podría “confiar su porvenir a Estados Unidos”, lo que quizá resolvería algunos de sus problemas de índole económica, pero en “la justa medida en que su vida venga de fuera”, México dejaría de ser México. Cosío Villegas no ahondó en el contenido de su profecía. Sin embargo, a 66 años de distancia de ella, como propone Lorenzo Meyer, estamos en posibilidad de detallar si se cumplió mediante el simple método de registrar y evaluar lo que ha significado “confiar” la solución de algunos de nuestros grandes problemas a las directrices y a las soluciones propuestas por, o negociadas con, Estados Unidos. Como presidente, Miguel Alemán Valdés (1946-1952) se mostró bastante obsequioso frente a Washington, pero sin abrir plenamente la economía al capital y al comercio con el vecino del Norte. En los siguientes cinco sexenios la semi-independencia alcanzada para México por su revolución se mantuvo con altas y bajas, pero las crisis económicas de finales de los sexenios presididos por Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo acabaron con lo que quedaba del proyecto mexicano. La siguiente crisis, esta vez política y resultado del fraude electoral de 1988, orquestado para mantener el dominio priista, propició un débil mercado interno. Fue entonces cuando se empezó a cumplir el pronóstico de Cosío Villegas, pues el grupo encabezado por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari prefirió “confiar su porvenir a Estados Unidos”, aunque al hacerlo comprometió al país a un aumento de su dependencia respecto de éste. Meyer señala que la propuesta de Salinas a Estados Unidos para negociar un tratado de libre comercio no fue otra cosa que un intento por encontrar en el vecino el apoyo y la energía que ya no se querían buscar internamente, lo que implicaba el desmantelamiento de la presidencia sin contrapesos, el fin del partido de Estado y la modificación del sistema fiscal, de la distribución del ingreso y de la estructura social. En suma, requería un cambio de régimen en el que los ganadores y los perdedores ya no serían los de siempre. A cambio de clausurar la etapa del nacionalismo revolucionario, el Ejecutivo prometió la recuperación del notable ritmo de crecimiento que había caracterizado a los años 50 y 60, pero con nuevas bases, con lo que México ingresaría al exclusivo grupo de los países desarrollados. Al final, lo prometido quedó en deuda. El Producto Interno Bruto (PIB) salinista fue de apenas 2.31% anual en promedio, y en el siguiente sexenio de 1.87%, aunque lo que sí ocurrió fue que México perdió la relativa autonomía que había comenzado a alcanzar durante el cardenismo. En pocas semanas, la llegada de Trump al poder y su modelo nacionalista de desarrollo ha llevado a máximos históricos al dólar frente al peso mexicano, al resquebrajamiento de nuestro pilar global, la industria automotriz, y a la amenaza de la expulsión de al menos tres millones de ilegales, como punto de partida. No está mal. ¿No pudieron prever, nuestros planeadores tecnócratas ochenteros, que era un grave error venderle el alma al diablo, al perder nuestra autarquía económica, a un país que muy raramente había sido solidario con México? ¿No bastó con la petrolización de la economía para aprender que no se deben apostar todos los huevos a una misma canasta?   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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