Por Agustín Laje El feminismo, como ideología y como movimiento político, ha sido un producto de la filosofía liberal que se encuentra en el corazón del sistema capitalista. Si bien en el Renacimiento podemos encontrar sus primeros esbozos, será en las llamadas “revoluciones burguesas” que las demandas de las mujeres tomarán forma y serán políticamente organizadas. De ahí que no debiera extrañarnos encontrar que un hombre de la talla de John Stuart Mill haya sido uno de los principales referentes —sí: aun siendo hombre— del feminismo inglés. Pero la criatura cortó rápidamente los lazos de afecto que tenía para con su progenitor. Y llegó Friedrich Engels, el socio de Karl Marx, para explicar que “el hombre es el burgués y la mujer el proletariado”, subordinando la lucha femenina a los intereses de la lucha de clases. Cuando la propiedad privada hubiera sido eliminada —afirmaba el marxismo ortodoxo—, las condiciones de opresión de la mujer desaparecerían casi por arte de magia. Se inició así un romance entre la izquierda y el feminismo, que —aunque hoy depurado de materialismos reduccionistas— nos acompaña hasta nuestros días. Es fácil advertir, en efecto, que el feminismo se ha hecho cargo en gran medida de la lucha anticapitalista que la clase obrera, con el mejoramiento de sus condiciones de vida, fue abandonando. Herbert Marcuse, referente de la Escuela de Frankfurt, ya había llamado hace varias décadas a construir un “feminismo socialista”. Más acá en el tiempo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe escribieron en Hegemonía y estrategia socialista sobre la necesidad que la izquierda tiene de “hegemonizar” las demandas feministas como parte de su estrategia posmarxista. Basta hoy con recorrer en internet los sitios de los principales grupos feministas tanto del país como del mundo. En todos se advierte un discurso estructurado por la idea de que el capitalismo está en la raíz de la “opresión de la mujer”. Pero ¿esto es realmente así? Hubo un tiempo en que el poder derivaba fundamentalmente de la fuerza física. La opresión de la mujer, por las condiciones naturales de su cuerpo, debió haber sido terrible en esos momentos de nuestra especie. Tratada como esclava y como objeto sexual, la autonomía le estaba completamente negada. La poligamia era la regla. Ella podía ser obtenida por el macho por concesión, prescripción, rapto, compra o intercambio, daba igual. En muchos de los llamados “pueblos originarios”, paradójicamente idolatrados por la misma izquierda que se dice feminista, la mujer era el objeto preferido de sacrificio a los dioses, como entre los aztecas. Es posible —y puede ir incluso de la mano con las teorías de Engels— que la propiedad privada nos haya liberado de la poligamia en primer término. Las exigencias de la propiedad privada y la acumulación de capital han sido en el ser humano un factor fundamental para arremeter contra este esquema relacional. Las mujeres y sus padres —especialmente de estratos materialmente elevados—, celosos de cuidar los propios bienes familiares en los sistemas conyugales —que eran traspasados al marido por regla general—, empezaron a presionar en el sentido de la monogamia, para así evitar que lo propio terminara distribuido y fragmentado entre otras muchas eventuales mujeres que el hombre pudiera tomar. Ya en el mundo medieval vemos fuerzas similares. Es el esquema de propiedad feudal y el primitivo cálculo capitalista que de él deriva, el que dio cabida a nuevos espacios de poder y protagonismo a las mujeres (de la nobleza, claro). En efecto, la lógica de acumulación se enfrentó en muchos casos, bajo esquemas de herencia reservada a los hijos varones, a la posibilidad de perderlo todo si una familia sólo había engendrado mujeres. Así fue que la herencia, por necesidades materiales dadas por el sistema de propiedad vigente, se fue extendiendo en algunos casos a herederas femeninas (verbigracia: Cristina de Suecia). El capitalismo es un sistema que queda definido por la centralidad de la propiedad privada y la libertad económica, tal lo resume Milton Friedman en Capitalismo y libertad. Aquí, la institución del contrato se vuelve más necesaria que bajo otros sistemas anteriores. Y puestos así al margen de las relaciones basadas en la fuerza física, el capitalismo introduce en la sociedad lo que podríamos llamar la “lógica de mercado”, basada en la posibilidad de beneficiarse sirviendo a los demás. Si la fuerza física ha de estar eliminada de mis posibilidades, la forma de obtener algo que deseo ya no es dando con un garrotazo en la cabeza del otro, sino ofreciendo algo a cambio que la otra parte desee en mayor medida respecto de lo que se desprende. De ahí que los grandes nombres de la historia, con el capitalismo, hayan pasado de ser reyes, guerreros y tiranos, a inventores, científicos y empresarios. Con el asentamiento progresivo de esta lógica, la mujer fue encontrando mayores espacios en la vida social. En efecto, el mercado es ciego —debe ser ciego para lograr eficiencia— a datos no-económicos como la raza, la religión, la etnia y, por supuesto, el sexo. No va de la mano de la lógica del mercado pagar más por un bien simplemente porque quien lo ofrece sea hombre, en detrimento del mismo bien ofrecido más barato por una mujer. En el mercado, cualquier empresa que sea lo bastante estúpida como para prescindir de mujeres cualificadas o para pagar en exceso a hombres no cualificados vería más rápido que tarde hundirse en el negocio, y ser desplazada por otra empresa que no discrimine en función del sexo. De la propia lógica de mercado puede entenderse por qué las sociedades han tenido un antes y un después con la introducción del capitalismo en todos los aspectos materiales de la vida. La Revolución Industrial fue hija de esta nueva forma de organizarnos y pensarnos. Y así, los inmensos avances tecnológicos que ha vivido la humanidad desde la consolidación del capitalismo hasta nuestros días son fundamentalmente productos de esta lógica. Sería absurdo ignorar el hecho de que la tecnología ha ayudado a liberar a la mujer en muchos sentidos. En primer término compensó la debilidad física de aquélla. Lo que antes eran trabajos reservados exclusivamente al hombre por razones físicas, como la construcción, gracias a las cada vez más avanzadas maquinarias se abrió —y se sigue abriendo— al mundo femenino, pues la tecnología reduce la necesidad física en el trabajo, y además crea nuevos tipos de trabajo todo el tiempo y a toda escala. Pero la tecnología no sólo ayuda a la mujer en lo que hace a su relevancia social y laboral, sino que todo tipo de avances, pequeños y grandes, que desde los inicios del capitalismo hasta nuestros días se han experimentado, han contribuido también a hacer de su vida cotidiana una vida mucho mejor. El agua potable, la higiene y la medicina moderna nos ayudaron a bajar sustantivamente la mortalidad infantil, y así se redujo el trabajo empleado a la salubridad y cuidado de los hijos. Las bondades de la maquinaria, asimismo, fueron cambiando el lugar de la propia prole: antes concebida como un factor elemental de la producción, ahora las mujeres pueden traer hijos al mundo bajo otros criterios bien distintos. Los biberones y la leche de vaca pasteurizada primero, y poco más tarde la leche en polvo, los extractores de leche materna y los congeladores, redujeron por mucho la carga que la madre tenía respecto de la alimentación de su bebé. La producción industrial de alimentos, de ropa y artículos para el hogar hicieron que comprarlos resultara más barato que producirlos artesanalmente, y así se redujeron increíblemente las tareas domésticas de las mujeres; los electrodomésticos terminaron de liberar a la mujer de lo que poco tiempo atrás habían sido grandes cargas laborales domésticas. Pero esta realidad —y esto es todavía más importante— también contribuyó a relajar los duros esquemas de división del trabajo en los que el hombre, por su trabajo fuera del hogar, no le competía hacer dentro de él. Hoy, la cocina, por ejemplo, es también un espacio masculino —basta ver programas y publicidades relativas a la gastronomía—, y de ninguna manera el hombre se encuentra eximido de la limpieza, el cuidado de los niños y otras tareas tradicionalmente femeninas. El crecimiento económico que vino de la mano del capitalismo creó asimismo las condiciones materiales para que las niñas, en lugar de ser retenidas en el hogar con tareas domésticas y trabajo no cualificado como solía ocurrir, fueran también enviadas cada vez en mayor proporción a recibir instrucción en instituciones educativas (no es casualidad que hayan sido los liberales decimonónicos los que mayormente pelearon por este derecho). Los distintos productos que en el mercado se han generado para asistir a la mujer durante sus ciclos menstruales han logrado que esos días, que antes eran días muertos en los que la mujer debía resguardarse en el hogar, fueran cada vez más similares a cualquier otro momento del mes. La impresionante extensión de la esperanza de vida de nuestra especie, de igual manera, le asegura a la mujer que su paso por este mundo no se reducirá a la crianza de los hijos como antaño. Los ejemplos inacabables. Actualmente sabemos, gracias a los índices económicos internacionales, que aquellos países donde se cuenta con mayor libertad y apertura económica —es decir, con mayores grados de capitalismo de la manera en que lo hemos definido con Friedman— es donde la mujer puede gozar de más amplios márgenes de libertad e igualdad respecto de los hombres. Un ejemplo de esto es el Índice de Libertad Económica en el Mundo (2011) que lleva adelante el Fraser Institute. El Cato Institute ha cruzado los datos de este último con indicadores sociales relativos a las mujeres, que se desprenden del Índice de Desigualdad de Género (IDG) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2010), y ha encontrado cosas asombrosas. Entre otras, ha comprobado que la desigualdad entre hombres y mujeres es dos veces más baja en los países con una economía capitalista (0.34) que en aquellos que mantienen una economía cerrada y reprimida (0.67). Asimismo, otros indicadores nos resultan significativos: en los países económicamente más libres, 71.7% de las mujeres ha terminado la educación secundaria, mientras en los menos capitalistas sólo 31.8% ha podido pasar por ella y finalizarla; los Parlamentos de los países económicamente más libres tienen una media de 26.8% representantes mujeres, mientras en los menos capitalistas esa representación es de 14.9%; la mortalidad maternal en los países económicamente más libres es de 3.1 por cada 100,000 nacimientos, mientras en los países menos capitalistas ese valor se encuentra en 73.1 muertes; la tasa de fecundidad de adolescentes en los países económicamente más libres es de 22.4 por cada 1,000 mujeres de entre 15 y 19 años, mientras en los países menos capitalistas encontramos 87.7 casos. La realidad parece evidenciar que el capitalismo, lejos de oprimir a la mujer, la ha servido sustancialmente. Es imposible no preguntarse: ¿no estará sirviendo el actual feminismo cada vez menos a la mujer en favor de las cruzadas anticapitalistas?
Agustín Laje es director del Centro de Estudios LibRe.   Contacto: Twitter: @agustinlaje Facebook: Agustín Laje Página web: Centro de Estudios Libertad y Responsabilidad   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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