«Su rostro era triste y hermoso, lleno de encantos; brillantes pupilas y una fresca y apasionada boca. En su voz latía una excitación que difícilmente olvidaban los hombres que la habían amado.» —F. Scott Fitzgerald, The Great Gatsby.     Por Mónica Isabel Pérez   Inglesa de ojos brillantes, a Carey Mulligan se le puede recordar jovencísima —al lado de la entonces también novel Keira Knightley— en la película Orgullo y prejuicio. Desde ese entonces basó su carta de poder en su excepcional calidad histriónica. En 2009, con tan sólo 22 años, fue elegida para su primer papel protagónico (Jenny) en la película independiente An Education, dirigida por el danés Lone Scherfig y escrita por Nick Hornby. La película fue una sensación y Mulligan, por su actuación, fue nominada al Oscar, el Screen Actors Guild, los Globos de Oro, y se hizo de un BAFTA. En ese instante, sin duda, se consagró como la nueva estrella británica. En su siguiente filme, Never Let Me Go, compartió nuevamente pantalla con Knightley, pero esta vez le arrebató el papel estelar. Despertó en Hollywood junto a Michael Douglas y Shia LaBeouf en Wall Street, asegurándose así un sitio en la industria del cine estadounidense. Más tarde su aparición en Drive —junto a Ryan Gosling— y en la polémica cinta Shame —protagonizada por Michael Fassbender— la pusieron en la mira del director Baz Luhrmann, quien estrena la nueva versión de la novela de F. Scott Fitzgerald, The Great Gatsby. En este último trabajo, Carey se luce en el papel de la encantadora y mezquina Daisy Buchanan, amor platónico del misterioso millonario Jay Gatsby —interpretado por Leonardo DiCaprio—. La cinta pone nuevos rostros a estos personajes literarios que en el mundo del cine llevan décadas relacionados con Robert Redford y Mia Farrow, protagonistas de la versión de 1974. Oportunidad de oro para Carey Mulligan. Una vez cumplido su sueño americano, la estrella de esta belleza aumentó su brillo en 2012 al unirse con Marcus Mummford, lider de Mumford & Sons. Y aunque el firmamento americano sea siempre tentador, ninguna sensación más radiante que aquella de resplandecer bajo tu propio cielo.

 

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