Por Luis A. Salomón Arguedas La sociedad global atraviesa un momento de inflexión: la ecoeficiencia ha dejado de ser un acto de voluntad para convertirse en una exigencia social insoslayable. Los generadores de influencia al interior de las sociedades —sean organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación o personajes prominentes— demandan que las corporaciones obtengan ingresos sólo a través de comportamientos responsables. La advertencia es clara: si una empresa abusa del ambiente, de sus trabajadores o de los derechos de terceros, será llamada a rendir cuentas, lo quiera o no. No es una cuestión de ser “bueno”, sino de mantenerse competitivo y sustentable en un mercado cada vez más demandante. ¿Por qué, entonces, ser sustentable les resulta tan difícil al grueso de las organizaciones públicas y privadas? ¿Por qué tanta resistencia a la aplicación de una genuina cultura de ecoeficiencia? Antes de formular respuestas, comencemos con algunas definiciones. De acuerdo con el World Business Council for Sustainable Development (WBCSD), la ecoeficiencia se alcanza mediante la distribución de bienes y servicios que satisfagan las necesidades humanas y brinden calidad de vida con precios competitivos, al tiempo que reduzcan progresivamente los impactos ambientales de los recursos consumidos durante el ciclo de vida completo de los mismos, con el objetivo de que el proceso sea menor o por lo menos se encuentre en línea con la capacidad de carga de la Tierra. Es decir, crear bienes y servicios con menos recursos para disminuir la contaminación del planeta. Los aspectos críticos de la ecoeficiencia se resumen, entonces, en:
  • Una reducción en la intensidad material y energética de bienes y servicios.
  • Dispersión reducida de materiales tóxicos.
  • Capacidad mejorada de reciclaje.
  • Máximo uso de recursos renovables.
  • Mayor durabilidad de productos.
Como señalan Michael Braungart y William McDonough en el libro Cradle to Cradle: Remaking the Way We Make Things (2002), llevada a sus últimas consecuencias, la ecoeficiencia redunda en la alteración misma del ciclo de vida de los productos, y no sólo a conformarse con la disminución de su impacto ambiental. Antes, el ciclo de vida de los bienes y servicios que producíamos era “De la cuna a la tumba” (Cradle to the grave: concepción, diseño, uso útil y muerte); hoy, con la introducción de conceptos como reúso y reciclaje, el ciclo de vida es “De la cuna a la cuna” (Cradle to cradle: alterar la estructura misma del bien o servicio para que pueda ser usado de manera recurrente, sin morir del todo). Este aspecto casi filosófico de la llamada “economía cíclica” es fundamental para explicar las razones por las cuales es más sencillo o complicado para organizaciones específicas asumir criterios de ecoeficiencia. Para generaciones anteriores a la ubicuidad de internet –y, por ende, acostumbrados a poseer bienes, y no compartirlos en “la nube”–, aceptar la noción de que algo puede ser utilizado por consumidores diferentes a lo largo de diversos ciclos de vida deriva en un proceso largo y complejo; para las generaciones de nativos digitales, en cambio, asumir una cultura de gestión que acepte esta filosofía y promueva el reciclaje resulta de lo más natural (a ellos no les interesa tanto poseer, sino experimentar, por lo que no les cuesta trabajo compartir). No es el producto de una mera conciencia verde, sino de asumir una cosmovisión acorde al espíritu de la época. El desarrollo responde a las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras. El reto, desde luego, es desacoplar la creación de riqueza del impacto ambiental. La lógica es simple: los sistemas orgánicos que componen la estructura que soporta la vida del planeta están en decadencia. La principal causa de este declive es el sistema industrial lineal, energizado por combustibles contaminantes, y la única institución que es lo suficientemente poderosa, extensa e influyente para guiar a la humanidad hacia la salida de este desastre es la misma institución que lo provocó: la corporación. Los gobiernos también tienen un rol que cumplir, pero el papel principal lo debe desempeñar la empresa. Esto nos obliga a repensar por completo la forma en que conceptuamos los sistemas de producción. El giro de la organización influye de manera esencial. Para una empresa como Coca-Cola, con la capacidad industrial de impactar significativamente en el medio ambiente, la ecoeficiencia rigurosa en todas sus dimensiones debería ser prioridad, por ejemplo, el consumo de agua; para una compañía financiera, atender con mayor intensidad cuestiones como la gobernanza y la supervisión ética en la toma de decisiones quizá guarde más sentido en materia de responsabilidad social.   Toda una exigencia Falta mucho camino por recorrer. Si bien es cierto que la exigencia de incorporar más normas y estándares, tanto obligatorios como voluntarios, ha contribuido a que las organizaciones sean más conscientes del tema, muchas veces la sustentabilidad pasa a un segundo o tercer término si no va acompañada de un elemento económico que impacte significativamente en la rentabilidad, para ser vista como sustentabilidad del negocio y no solamente el componente o arista “socio-ambiental”. El peor escenario posible es el compuesto por una abundancia de recursos baratos que permite costos operativos bajos (agua, uso de suelo) con una fiscalización ambiental laxa. Discursos y relaciones públicas aparte, si la organización no percibe la ecoeficiencia como una exigencia financiera, lo más seguro es que no la asuma como una parte estructural de su cultura de gestión e inclusive de riegos. ¿A que nos referimos a que no sea considerada como una “exigencia” financiera? Afrontémoslo: sólo hasta que reciben notificaciones de que se les va a cobrar por la cantidad de efluente (líquido residual que fluye de una instalación) y su toxicidad, las empresas comienzan a buscar opciones operativas que sean más eficientes y menos contaminantes. El camino hacia la ecoeficiencia está pavimentado de costos y consecuencias económicas reales, y no de meros buenos deseos. Consideremos este ejemplo: para cumplir con las normas legales, una instalación con alto contenido de carga orgánica en el efluente –más de 3,000 mg/lt de demanda bioquímica de oxigeno (DBO5)– y con un flujo diario promedio de 750 m3, se ve obligada a instalar una planta de tratamiento de aguas residuales (PTAR), la que podría detentar un costo aproximado de entre USD$1,500,000 y USD$2,000,000. No obstante, si opta por llevar a cabo algunas modificaciones que le permitan optimizar el uso del agua, así como a minimizar la generación de productos tóxicos en el efluente, se podría ahorrar un tercio o más de la inversión en la PTAR, es decir, disminuir casi medio millón de dólares en la inversión y en sus costos operativos (menor Capex y Opex). ¿Para qué gastar más? La Corporación Financiera Internacional (IFC, por sus siglas en inglés), miembro del Grupo Banco Mundial, promueve la ecoeficiencia para edificios y viviendas a través de su sistema de certificación Excellence in Design for Greater Efficiencies (EDGE). El software EDGE permite visualizar en pocos minutos cómo algunas medidas prácticas de ahorro de energía y agua pueden mejorar el rendimiento del edificio con poco o ningún costo adicional. Para ser certificado, un nuevo edificio debe lograr una reducción de 20% en el consumo de energía y agua, y en energía incorporada en los materiales, en comparación con un edificio convencional (para mayor información sobre EDGE y descarga gratuita de software de diagnóstico en edgebuildings.com). IFC también brinda asesoría técnica para clientes existentes y prospectos basada en la aplicación de criterios de ecoeficiencia que garanticen la máxima rentabilidad del negocio en todos los sectores industriales y de servicios: papel y cartón, cemento, metalmecánica, madera, agrícolas, agropecuarias, supermercados, almacenes y edificaciones. En todos los sectores existen oportunidades de optimización del uso de recursos mediante la ecoeficiencia. Conclusión: La ecoeficiencia entraña beneficios económicos como el incremento de ventas y dominio del mercado, un mayor posicionamiento de marca, atracción, retención y desarrollo del talento ejecutivo, y aumento de valor para inversionistas y accionistas. Los días en que ser ecoeficiente era un dilema son cosa del pasado. ¿Para qué oponer resistencia?
Luis A. Salomón Arguedas es especialista en eficiencia del uso de recursos y energías limpias de la Corporación Financiera Internacional (IFC, por sus siglas en inglés).
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