La peor implicación de fenómenos como el del “precipicio fiscal” es el hecho de que los gobiernos han acabado paralizados por la enorme cantidad y poder de una infinidad de grupos de interés que depredan del erario.

  ¡Cómo cambian los tiempos! Hace años, el chiste del que disfrutaban los operadores de los mercados financieros era que “los países latinoamericanos son geométricos porque tiene problemas angulares que se discuten en mesas redondas por un montón de gente cuadrada”. En estos últimos meses lo mismo se podría decir de Estados Unidos. La situación financiera de ese país es patética y sumamente peligrosa y, sin embargo, tanto su población como sus políticos actúan como si no hubiera problema alguno. La razón por la que no hay un sentido de urgencia es que su deuda está denominada en su propia moneda (el dólar) y, por lo tanto, no enfrentan una inminente devaluación. En nuestro caso, entre los setenta y los noventa, los desequilibrios fiscales en que incurrimos se tradujeron en agudas devaluaciones que tuvieron el efecto de elevar el valor de la deuda de manera súbita y desmesurada. En condiciones infinitamente menos graves, nosotros no tuvimos alternativa alguna: la crisis obligó a realizar un ajuste que restaurara la estabilidad. Con una elevada deuda denominada en dólares, las devaluaciones llevaban al colapso económico. Los estadounidenses no han vivido una crisis de esa naturaleza, lo que les ha permitido el (dudoso) privilegio de creer que pueden evitar la corrección. Los desequilibrios financieros son insostenibles porque absorben recursos de la sociedad que, de no haberlos, se dedicarían al consumo y a la inversión. Más importante, tarde o temprano los acreedores de la deuda se rehusarán a seguir financiando los déficit, lo que disparará las tasas de interés y comenzarán los defaults y otras respuestas como podrían ser, incluso, controles de cambios. Aunque quizá pervivan más tiempo que como fue en el caso de México, los desequilibrios eventualmente obligarán al ajuste y provocarán un declive de la actividad económica. Con circunstancias distintas, eso es lo que ocurre en Europa. Eventualmente ocurrirá en Estados Unidos. A pesar de estas obviedades, la discusión en Estados Unidos –donde persisten en jugar a las escondidillas sobre este asunto– se concentra en lo que Walter Russell Mead llama “modelos ideales” que adolecen de realismo alguno. Para este observador, los republicanos viven en la era de finales del Siglo XIX –impuestos bajos, crecimiento elevado, baja participación gubernamental en la economía–; mientras que los demócratas habitan el mundo de los 50 del siglo pasado: programas sociales crecientes con una pirámide demográfica capaz de financiarlos. Para Mead ambos están desfasados del mundo de hoy en que el gasto es excesivo y la población retirada crece aceleradamente; todo financiado artificialmente por el Banco Central. Quizá la pregunta importante sea por qué, en circunstancias (al menos conceptualmente) similares, nosotros hayamos tenido que llevar a cabo monumentales ajustes, mientras que los estadounidenses no. Solo para ilustrar, en los ochenta, el gasto gubernamental total en México disminuyó en casi 12 puntos porcentuales respecto al PIB: un brutal ajuste en las finanzas públicas. No es que los políticos mexicanos o los beneficiarios del gasto estuvieran felices al respecto: la razón por la que se hizo fue que no hubo alternativa. Era el ajuste o el caos. Pero ese no es el ambiente que se respira en las naciones desarrolladas que hoy exhiben desequilibrios incluso superiores a los que caracterizaron a las naciones latinoamericanas en los 80. El privilegio de no enfrentar una crisis inmediata le ha llevado a pensar a los políticos de esas naciones (y a sus poblaciones) que se puede seguir la fiesta sin límite y que no hay costo ni consecuencias por incurrir en enormes déficit o alcanzar niveles de endeudamiento superiores a su PIB total. Esa noción de que hay alternativas y que se puede seguir elevando el gasto público es tan generalizada que debería asustarnos a todos. Como alguna vez apuntó Ayn Rand: “Se puede evadir la realidad pero no se pueden evadir las consecuencias de esa realidad.” ¿Y cuáles podrían ser esas consecuencias? La primera y más obvia es que en la medida en que los recursos de la sociedad se desvían hacia el financiamiento del déficit (da igual si es vía impuestos o mayor deuda), menor (o negativo) será el crecimiento económico y mayor el desempleo. Quizá la peor implicación de fenómenos como el del “precipicio fiscal” o el “embargo” no es el asunto económico inmediato, sino el hecho de que los gobiernos han acabado paralizados por la enorme cantidad y poder de una infinidad de grupos de interés que depredan del erario, que no pagan impuestos directos, y que esperan atención exclusivamente a sus intereses. Es decir, el gran tema es de gobernabilidad: cómo resolver problemas básicos frente a intereses tan poderosos. Nunca había pensado que la gobernabilidad se deriva de factores que hacen inevitable actuar. México ha demostrado enorme capacidad de respuesta cuando no tiene opciones. El problema de los países desarrollados es que creen que sí las tienen.  

 

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