El enorme presupuesto destinado al INE, los partidos políticos y las elecciones mismas no tiene como objetivo hacer valer la voluntad mayoritaria, sino brindar legitimidad a una minoría rapaz y, las más veces, incompetente.   Por Ivonne Acuña Murillo A pesar de que existen opiniones académicas contrarias, no es ocioso preguntarse si las elecciones intermedias que vienen son importantes o no. Tampoco es inútil cuestionarse en torno de su utilidad o sobre quién o quiénes se benefician con su ejercicio. En una primera instancia y desde el punto de vista de la teoría democrática, la pregunta sería irrelevante, toda vez que se asume que la realización de elecciones es una condición sine qua non de todo sistema político digno de ser llamado democrático. En este punto, las observaciones se dirigen más bien a las condiciones en las que tales elecciones tienen lugar, mismas que permiten calificar la calidad de la democracia y, en todo caso, puntualizar una serie de medidas que permitan el mejoramiento y consolidación de un régimen de este tipo. Bajo esta lupa podemos preguntarnos por la calidad de la democracia mexicana y apuntar una serie de factores que nos permitan calificarla. Primero habrá que reconocer que si algo se hace en México sin faltar a la forma y los procedimientos que indica la ley es la realización de elecciones, al punto que ni siquiera el dictador Porfirio Díaz faltó a su deber de llamar a elecciones periódicas. Tampoco lo hicieron los diferentes gobiernos priistas, sexenio a sexenio, aunque no hubiera candidato opositor, como en 1976, cuando se eligió a José López Portillo. Segundo, las elecciones en México desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), en 1929, hoy Partido Revolucionario Institucional (PRI), hasta el año 2000, fueron todo menos democráticas, y su función última no fue, como dicta la teoría, que la ciudadanía eligiera a sus gobernantes, sino que ratificara con su voto la decisión tomada previamente en la cúpula del poder. Es decir, durante este periodo las y los mexicanos no elegían, sólo votaban. Tercero, que a partir de las reformas políticas efectuadas en 1977 y en la década de los noventa se creó en la ciudadanía la cuasi certeza de que por primera vez su voto sería respetado y dejarían de ser votantes para convertirse en electores. La esperanza duró poco. En las elecciones presidenciales de los años 2006 y 2012, la sombra de un posible fraude electoral volvió a traer a la discusión la calidad de la democracia mexicana. A lo anterior hay que agregar los cuestionables procedimientos que los diferentes partidos políticos ponen en práctica para seleccionar a las y los candidatos que han de competir por los votos ciudadanos, eligiendo no a las personas más aptas y comprometidas con las necesidades de la población, sino con sus intereses personales y de grupo. Desde este punto de vista, las elecciones en México nunca han respondido a la posibilidad real de elegir a quien o quienes han de gobernar, legislar o impartir justicia bajo el criterio del bien común, sino a una enorme “simulación política”, de acuerdo con la cual los enormes presupuestos destinados al INE, los partidos políticos y las elecciones mismas no tienen como objetivo hacer valer la voluntad mayoritaria, sino brindar legitimidad a una minoría rapaz y, las más veces, incompetente, que pretende representar los intereses de los diversos grupos sociales. Bajo este cristal, no cabe decir más que los comicios a llevarse a cabo este año son sólo parte de un ejercicio inútil y que, dado el complejo contexto político-económico-social, marcado por la crisis política, el estancamiento económico, la crisis de inseguridad y de violencia, la desintegración social, en el que tienen lugar, votar es lo menos importante. Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, no cabe menospreciar las elecciones como un ejercicio ciudadano, pues no sólo la teoría, sino la historia, nos proporcionan elementos para saber que los comicios mismos se convierten en un escenario donde la crispación social y política puede hacer su aparición, cambiando el derrotero del régimen y del sistema político en su conjunto. Es el caso del inicio de la Revolución Mexicana, cuando la última reelección de Porfirio Díaz dejó en claro que había que arrebatarle el poder y no esperar a que lo dejara por las buenas. Igualmente, las elecciones de 1988 y 2006 abrieron la posibilidad de movilizaciones sociales que pudieron desembocar en la desestabilización del régimen si sus líderes, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y Andrés Manuel López Obrador, hubieran llamado a sus seguidores a dar una respuesta violenta. Y no se piense que sólo las elecciones presidenciales pueden convertirse en caldo de cultivo para la desestabilización social. En las próximas elecciones, los estados de Guerrero y Michoacán pueden convertirse, ante la insensibilidad de las autoridades electorales y gubernamentales, en escenarios de ingobernabilidad, por lo que cabe preguntarse si un proceso electoral merece ser observado y analizado o no.   Dra. Ivonne Acuña Murillo, académica del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Ibero.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @PrensaIbero Página web: Ibero Ciudad de México   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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