¿Somos uno o dos personas a la vez? ¿Quién es el más real, más auténtico: el que actúa frente a los demás o el que nadie conoce? La autora de esta historia reflexiona sobre ser uno mismo.   Vivir sin consecuencias parece demasiado tentador, ¿no? [Inserte aquí el suspiro largo y luego la caída a la realidad que está experimentando en este momento.] Por supuesto que no era una tarea fácil poner cara de niña buena para que me dejaran salir y luego girar la llave de la puerta principal, procurando hacer el menor ruido posible para que en mi casa no se dieran cuenta de lo tarde que había llegado. No, no, no. Y mucho menos teniendo cerca a mi mamá, la figura de autoridad más temible de los alrededores, que no era ninguna ingenua y que le bajó el telón a mi teatrito sin titubear. Pues en aquellos tiempos ella tenía un reloj a la vista de todos en su recámara. Brillante, preciso el muy maldito, con un mecanismo que perseguía las horas a punta de tics y tacs. Y yo, bueno, yo improvisaba cada salto a la aventura. Así que una noche, de las pocas en las que me había sido concedida la libertad condicional, decidí atrasarle las manecillas a ese delator del tiempo de mis escapes. Lo hice así por varias salidas. El procedimiento era el mismo: esperar a que mi mamá se acostara y que dormitara un poco, luego entrar a su cuarto casi de puntitas y avisarle que ya me iba; si ella no articulaba palabras enteras, yo tomaba su reloj y le restaba dos horas; después salía dejando su puerta entrecerrada para poder observarla antes de partir definitivamente. El equipo de rescate ya me esperaba afuera. Evidentemente yo no pensaba en los peligros y mucho menos los sabía, y esas dos horas me brindaban más posibilidades de que me pasaran cosas, cosas de gente interesante — o sea, más tiempo para estar en una fiesta de mocosos de mi edad que se emborrachaban con tres cervezas y discutían acerca del capitalismo opresor, mientras sonaba una y otra vez Like a stone con la rasposa voz de Chris Cornell y en uno de los cuartos del lugar alguna pareja se besuqueaba —. Ja. Todo terminó una noche que regresé y me asomé a su recámara para avisarle que ya estaba ahí. Esa era una de sus condiciones para dejarme salir. “A ver, prende la luz”, escuché en la penumbra y la encendí con toda la confianza. Después de todo, sólo había llegado media hora después de lo que decían las manecillas y me quedaba muy poquito del efecto tropical del alcohol. “¿Qué hora dice el reloj?”. “La una de la mañana.” “¡A mí no me haces tonta!”, y sacó un nuevo reloj de abajo de su almohada que marcaba las tres de la mañana. ¡Pff! Sí, el regaño y el castigo de permisos para salir y la separación del Internet más lento del mundo dolieron; no, no entendí mi lección. Eso sólo había logrado hacerme pensar en cómo evitar ser interceptada por el ojo de Sauron, así era como le llamaba yo. Pero esa misión sólo era posible si yo me veía diferente o, mejor aún, si era alguien más. Y de alguna manera esa fantasía me pareció asequible después de pasearme por los párrafos de los primeros capítulos del Extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde. La revelación que se me había presentado en las letras del escocés Robert Louis Stevenson planteaba lograrlo todo para tener un nombre respetable y, después, quizá, hacer cosas que no lo eran, o al menos no a los ojos de todos. Pero había que encontrar la manera de volver esto factible también físicamente. Entonces nadie podría culparnos por lo que hicimos. Nadie podría saber que lo hiciste tú, porque no eras tú. Poder ser otra alguna vez y sólo muy de vez en cuando, no muy seguido. Así que mientras el Doctor Jekyll investigaba exhaustivamente cómo hacerlo, escondido detrás de la mirada compasiva y las sonrisas amplias, Hyde era honesto con él mismo y hacía lo que se le daba la gana, fuera lo que fuera y sin sanciones inmediatas. Yo no estaba en ese punto, pero sí repasaba seguido algunas de las preocupaciones de Jekyll: “…todos los días y en las dos facetas de mi inteligencia, la moral y el intelectual, me acercaba más a esa verdad por cuyo parcial descubrimiento he sido condenado a un naufragio tan espantoso: que el hombre no es en realidad uno, sino dos”. Eso también me orillaba a pensar que si te transformas en otra persona, muy a menudo podrías terminar convirtiéndote completamente en ésa y la otra personalidad podría domar a la que tú quieres mostrar y no, aquí sólo se trataba de escapar, pero no de mí. Pasaron ya algunos años del incidente con el reloj, pero yo me sigo preguntando si realmente podemos hacer lo que sea cuando nos escondemos atrás de una máscara o de otro nombre. Y no me refiero sólo a llevar con éxito una pequeña farsa, sino a actuar como realmente somos cuando nos escuda otra personalidad y nos quitamos las expectativas de los demás y las propias. En fin, a veces creo que esto se trata de ser nosotros mismos con cuidadito de que nadie lo note.     Contacto: [email protected] Twitter: @Recienmentero

 

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