Sin considerar la honda crisis financiera que vive Europa y los inciertos beneficios que puede brindar a sus miembros, ¿que puede ofrecer Croacia, en su quinto año consecutivo de recesión, a la Unión?     Frente a esa árida desolación de miseria, muertos y pobreza dejada por la Primera Guerra Mundial en el Viejo Continente, el poeta francés Paul Valerie denunciaba que Europa y su florido espíritu intelectual estaban enterrados bajo esas mismas ruinas. L’Europe c’est finie! gritaba el intelectual, según el cuál la guerra había aniquilado física e intelectualmente el padre, el cerebro, el motor mismo del pensamiento occidental. El triste destino de Europa, predecía Valery, sería convertirse en lo que realmente es: una pequeña punta del continente asiático. En ese entonces, la Unión Europea no había nacido todavía. Y aún más irónico, nacerá justamente después de otra guerra feroz, como si bajo la misma premisa, la nueva generación de filo-europeos sintiera que Europa, lejos de acabar, iba a nacer de esas cenizas.   ¿Un ave fénix? Pues no Los esfuerzos de los últimos 50 años para lograr una profunda integración muestran ahora más que nunca todos sus límites: los resultados económicos y políticos han sido modestos y la fe en el proyecto europeo se erosiona en todos los niveles sociales. El proceso de unificación orientado principalmente a la economía y a la tecnocracia ha convertido Europa en una arquitectura burocratica e institucional que aliena a la sociedad. Además, en un territorio históricamente fragmentado por guerras intestinas y donde la competición ha sido el principal motor de desarrollo, cada discurso sobre la identidad europea o la supuesta crisis de esa identidad no sólo no es natural, sino parece chiste. Sin embargo, a unas semanas de la anexión de Croacia y de la aprobación de la solicitud letona, y con las negociaciones con Serbia en acto, parece que la Unión Europea ni ha pasado de moda y sigue despertando el interés de sus vecinos. Un interés que en los líderes europeos tiene sus raíces en las visiones utópicas del siglo pasado, mientras para los humildes vecinos que aspiran a entrar representa la opción menos mala. Tal vez la única. Ya desde su fundación, los estados comunitarios se han encontrado en conflicto entre ellos, pero en los últimos años, los traits-d’union entre los miembros parecen limitarse a la falta de fé, a los problemas, a la crisis y a la demonización política. El panorama más probable es que incrementando el número de estados incremente la ingobernabilidad, el caos y el tiempo para tomar cualquier decisión, convirtiendo el sueño democrático no sólo en una máquina burocrática, sino en una máquina burocrática que funciona mal. Además, el entusiasmo hacia Europa se queda sólo en la superficie institucional de los estados, sin penetrar en los ánimos de la gente. Por ejemplo, el ingreso de Croacia en la Unión fue acompañado por un fuerte escepticismo: el referéndum ciudadanos de 2012 para la adhesión vio la participación sólo del 43.5% de craotas, de los cuales un tercio se declaró contrario. Ante la cólera de sus ciudadanos, los líderes europeos hablan de la fuerza de la Unión a atraer nuevos miembros, de su peso internacional, de su modelo ejemplar de democracia, de su poder de transformación, con esa típica retórica sofista que ya nadie escucha. Sin considerar la honda crisis financiera que vive Europa y los inciertos beneficios que puede en efecto brindar a sus miembros, ¿que puede ofrecer Croacia, en su quinto año consecutivo de recesión, a la Unión? En lugar de entrar en la UE, Croacia se ha incorporado en los países periféricos, vulnerables, desestabilizadores y, sobre todo, endeudados. Hoy Croacia experimenta una tasa de desempleo de 20% y gana el tercer lugar, atrás de Grecia y Portugal, en desempleo juvenil, con una tasa de 51.8%; la corrupción entre la élite política es endémica y su rating crediticio internacional está en rápido declive. Según la clasificación de Transparencia Internacional, Croacia se sitúa abajo de Ruanda, Jordania y Cuba en su índice de corrupción para el año 2012. En Croacia la elite política recurre a sentimientos anacrónicos anti-socialistas y anti-yugoslavos para legitimar este sueño naif de un progreso europeo, como si la prosperidad futura fuera herencia del pasado y no fruto directo del presente. Por cierto, aún si las voces más optimistas esperan en los beneficios del acceso a un mercado de trabajo más amplio, a un incremento de las inversiones extranjeras y a un control más firme contra la corrupción interna, el sentimiento más común entre los croatas sigue siendo el miedo: miedo hacia el aumento de los impuestos, miedo hacia la inflación y miedo hacia la migración, ilegal y también legal, de otros ciudadanos europeos en busca de trabajo. También los argumentos que defienden la adhesión como instrumento para lograr mayor estabilidad en la región de los Balcanes vacila. Sin duda, el alargamiento de la frontera europea, que ahora llega hasta Bosnia-Herzegovina, Serbia y Montenegro, influirá en la dinámica económica, social y política de la región, pero difícilmente fomentará políticas de cooperación entre los estados de la ex Yugoslavia, alejando Croacia de sus vecinos naturales: al ser parte de la UE, Croacia refuerza sus diferencias culturales, sus raíces cristiano-catolicas, frente a la tradición ortodoxa y musulmana de los Balcanes. La integración es un arma de doble filo, un proceso que ocurre no sólo a nivel regional de los Balcanes, sino en la Unión misma y que se refuerza con la actual crisis: los cambios obligan a las comunidades a redefinir su misma identidad y la percepción que tienen de su entorno. Las diferencias étnicas y culturales se acentúan, se construye la identidad sobre cánones nacionales, se difunden estereotipos y estigmatización del “otro”, se multiplican las acciones hostiles. De hecho, la ampliación de Europa, considerada como el apogeo del sueño europeo, se muestra ahora como la pata coja, una amenaza a la estabilidad y a la confianza que los ciudadanos ponen en el marco comunitario. Además, las recientes políticas de austeridad económica adoptadas por los líderes europeos han corroído el apoyo democrático e incrementado la desafección hacia las instituciones europeas. Los intentos para proteger y profundizar la unión tuvieron el efecto contrario a lo esperado, alejando las metas comunes y encendiendo resentimientos nacionalistas y revanchistas, entre la gente, pero también a nivel institucional, con el nacimiento y fortalecimientos de partidos anti-sistema, anti-Europa y de extrema derecha. Por cierto, la Unión Europea no es Europa. Aún más, la Eurozona o el área Schengen no coinciden entre sí. A lado de las diferencias entre los miembros, se suma una fractura interna a la idea misma de Europa, de “hacer Europa”: el proyecto europeo es tan extrañamente polisémico que cualquier intento de encontrar respuestas únicas se transforma en una quimera, no sólo por utópica, sino porque mezcla elementos incompatibles.     Contacto: @AureeGee

 

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