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París, Francia. 1747
Un editor llamado André Le Breton obtuvo desde hace un par de años la licencia para traducir al francés la Cyclopædia —también conocida como Diccionario Universal de Artes y Ciencias— (1728), del inglés Ephraim Chambers. Es su segundo intento por encontrar quienes se encarguen del proyecto y no sean encerrados en la cárcel o terminen muertos en un pleito de cantina. Luego de consultar a casi todos los impresores de París, le recomiendan a dos autores que, aunque son investigados de cerca por la policía —más por el contenido de sus libros que por acciones subversivas—, sus antecedentes garantizan que —por lo menos— terminan sus obras y las publican: Denis Diderot y Jean Le Rond d’Alembert. Una vez firmado el acuerdo con el editor, Diderot y d’Alembert comenzaron de inmediato el trabajo que, además de bien pagado, les permitiría escribir otras obras durante varios años. Al poco tiempo de empezar la traducción de la obra inglesa, se dieron cuenta que algo no les cuadraba: la forma en que Chambers había establecido el orden de las ciencias y las artes entre sí. La CyclopædiaCuidado con el quien habla de poner las cosas en orden. Pues ello siempre significa poner las cosas bajo su control. Diderot
Ephraim Chambers (1680-1740) fue un aprendiz de fabricante de globos y tal vez a eso se hubiera dedicado de por vida, si no es porque se apasionó con la idea de hacer una obra que reuniera el conocimiento más relevante de su época de una forma sencilla y práctica. Por supuesto, Chambers partió de la idea del árbol del conocimiento que trazó Francis Bacon en El avance del conocimiento (1605) —que se mencionó a detalle en la entrega anterior—, pero las facultades —la mente, la memoria, la imaginación y la razón— del origen de cada ciencia, se perdieron cuando presentó un diagrama muy simple en el que el conocimiento se ramificaba en un follaje exuberante de 47 artes y ciencias. Al notar esta deficiencia, Didedot y d’Alembert decidieron volver al origen de esta forma de clasificación: la obra de Francis Bacon. De la traducción al “plagio” Didedot y d’Alembert decidieron, no sólo dejar de hacer una simple traducción de la obra de Chambers, sino establecer una nueva forma de ordenar el saber que no tuviera objeciones por parte de ningún sector religioso o corriente filosófica. El problema radicaba en que, desde el siglo XIII, con la Summa Theologiæ de Tomás de Aquino —que sirvió de referente para análisis y reflexión de los acontecimientos del mundo durante siglos—, cada filósofo había modificado las conclusiones o refutado las ideas de sus predecesores. ¿Qué garantizaba que esta ambiciosa empresa no corriera con la misma suerte? El árbol que estableció Bacon ya había demostrado que el conocimiento podía surgir de un todo orgánico aunque emanara de las facultades de la mente, pero no ilustró ningún argumento epistemológico. Y es ahí de dónde d’Alembert partió para demostrar la cohesión de las artes y de las ciencias al explicar sus orígenes. En pocas palabras: retomó el árbol de Bacon —y lo siguió tan al pie de la letra que incluso fue acusado de plagio—, luego lo adaptó a las ideas de John Locke y, después, alineó la morfología —parte de la gramática que se ocupa de la estructura de las palabras— a la epistemología —doctrina de los fundamentos y métodos del conocimiento científico— aunque en algunos casos sus exposiciones fueran incompatibles. John Locke (1632-1704), considerado el padre del empirismo y del liberalismo moderno, creía en que el conocimiento humano podía crear una obra «moralmente útil», con base en la filosofía. Y justo eso es lo que se propusieron Diderot y d’Alembert con su obra. El árbol del conocimiento que presentó d’Alembert para establecer lo que ahora conocemos como «el conocimiento enciclopédico», lo dividió en memoria —en la que insertó a la historia como germen de todas las demás ciencias sociales—, imaginación —en la que englobó a las artes— y razón, en la que clasificó a la filosofía como madre de las ciencias exactas, de la tecnología e incluso de la ética, la moral y la teología. El llamado “texto supremo de la Ilustración” es probable que ahora sea muy desalentador para quien lo consulte intentando encontrar las raíces ideológicas de la modernidad: por cada afirmación que sepulta la ortodoxia tradicional, contiene miles de palabras sobre la molienda de granos, la fabricación de alfileres, cómo preparar pan o la declinación de los verbos. Tan atinada fue la clasificación de Diderot y d’Alembert, que se dieron el lujo de relegar a la religión como una variante de la teología y de ponerla a la par de las supersticiones, la adivinación y la magia negra. Por ejemplo, al consultar la entrada de “antropofagia”, los enciclopedistas pusieron como ideas afines “eucaristía, comunión, altar…”. La catalogación del pensamiento había ido más allá del orden alfabético o las semejanzas evidentes: las formas al fin tenían un fondo y la morfología se podía usar incluso como sarcasmo. Para conocer más detalles sobre el trabajo epistemológico de Diderot y D’Alembert, se puede consultar el libro de Robert Darnton: La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, México: FCE, 1987. Romper con las clasificacionesLa razón acabará por tener razón. Jean Le Rond D’ Alembert
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Sería absurdo que nosotros, que somos finitos, tratásemos de determinar las cosas infinitas. René Descartes
El triunfo definitivo de la Enciclopedia se produjo cuando surgieron modernas disciplinas académicas —a partir del siglo XIX— y prácticamente todas las instituciones educativas se adaptaron a esta forma de explorar y difundir el saber. Por ello, en Occidente nuestra estructura mental es enciclopédica y, quién sabe cómo usarla a su favor, de sobra está mencionar que tiene «el poder del conocimiento». *Gran parte de este artículo se publicó en la revista Algarabía, en julio de 2011: www.algarabia.com Contacto: El autor de esta nota recibirá con gusto sus comentarios en Twitter. Sígalo como @alguienomas