“Quien no lee poesía está mutilado intelectualmente. Y está mutilado emotivamente. La poesía nos enriquece desde el punto de vista intelectual, también desde el punto de vista emotivo; incluso espiritual.”   Hace poco más de nueve lustros (era 1969), Antonio Rodríguez y Andrés González Pagés —el primero, jefe de Difusión Cultural del Instituto Politécnico Nacional; el segundo, tallerista de literatura en la misma institución— le encargaron a un joven Jaime Labastida el estudio sobre tres poemas —“Primer sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz, “Muerte sin fin” de José Gorostiza, y “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” de Jaime Sabines—, cuyas reflexiones, dijeron, se verterían en un libro. Él mismo crítico y poeta en ciernes, Jaime Labastida aceptó gustoso; después de todo —pensó—, escribir sobre la poesía que se ama, para un poeta, es un modo de acercarse más a ella, a través de la reflexión encendida. Pronto, sin embargo, ese estudio, esas reflexiones, se ampliaron; si en los tres poemas se abordaba el tema de la muerte —en mayor o menor medida—, ¿por qué no ampliar la temática y el número de autores? El libro adquirió, entonces, otra dimensión, y fue publicado, meses después, como El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana. La idea primordial del libro era sencilla: poner en manos de los lectores una serie de poemas que han devenido clásicos en la literatura mexicana. Se incluía, desde luego, un ensayo introductorio para abrir y estudiar y gozar mejor los poemas en él seleccionados. Publicado y agotado, el libro, sin embargo, no volvería a ser reimpreso en los años posteriores… hasta ahora.

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Es una tarde de junio de 2015, y aquí, en las oficinas de la dirección de Siglo XXI Editores, reina una tranquilidad esplendorosa… la cual se ve interrumpida por la vitalidad de su director; sí, con 76 años recién cumplidos (los festejó el pasado 15 de junio), Jaime Labastida presume una increíble fortaleza, energía y movilidad. Atiende visitas (de amigos o escritores de la casa), contesta llamadas, está atento a cualquier detalle sobre la Academia Mexicana de la Lengua —de la que todavía es su director—, y se da tiempo para comenzar a coquetear con las redes sociales, aunque aún de manera muy, muy tímida.
El poeta presume una increíble fortaleza.

El poeta presume una increíble fortaleza.

—A ver, ¿de qué quieres que hablemos? —dice, mientras saluda, e invita a tomar asiento. Estamos con él, pues desde hace un par de meses ha vuelto a poner en circulación El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana. Por supuesto: ya corregido y aumentado… —Me parece que podemos comenzar por el motivo que le llevó a reimprimir este trabajo —le digo, mientras manipulo con mis manos el libro. Le leo a Jaime Labastida lo que a manera de prólogo escribe en la «Advertencia»: si nuevamente ha vuelto a imprimirlo es porque “se trata, en no poca medida, de otro libro, nuevo en varios aspectos: se apoya en la primera edición, desde luego, pero introduce cambios decisivos”. En efecto, confirma don Jaime Labastida: éste es prácticamente un nuevo libro. Muy diferente de aquél. “Pero, entonces, ¿cuál fue el impulso que le llevó a reimprimirlo?”, le interrumpo con la misma pregunta nuevamente. La respuesta es relativamente sencilla, dice él, y arquea sus cejas: “¿Qué sucedió en 45 años?” Después, desglosa: “En primera, mis lecturas se ha enriquecido. La perspectiva desde la cual veo los poemas ahora es diferente de la que tenía 45 años atrás. He seguido leyendo todos estos poemas, y muchos más, por supuesto… Así que me encontré insatisfecho de lo que había realizado en la primera edición. Como ya seguro lo has advertido, este libro, este tipo de antología, es diferente de otras que están en circulación. Normalmente en éstas vienen los textos de los poetas y un breve prólogo en donde el autor explica por qué los ha seleccionado, a la par de dar unas cuantas referencias… Lo que intento es algo completamente diferente: es dar una interpretación de los poemas que incluyo; lo que sucede es que varios de estos poemas, en la medida misma en que son de una densidad muy grande, muy complejos, necesitan una serie de llaves, creo yo, para que el público los comprenda y los goce por completo.” —A diferencia de otras antologías, ésta me parece que es muy rigurosa… —Sí, lo es. Hay solamente 24 poetas, en cinco siglos. No es habitual. Te pongo un ejemplo: ahora mismo circula una antología de Juan Domingo Argüelles, la cual recoge decenas de poetas. O también está la antología hecha por Gabriel Zaid, en la cual (y su propio nombre lo indica: Ómnibus) incluye una enorme cantidad de poetas. Y aquí no. Aquí cabe sólo la selección hecha por mí. Puedo equivocarme, lo admito, pero me arriesgo en esa equivocación y en la elección que pude haber hecho. —Otra diferencia, de otras antologías, es que no sigue un orden cronológico… —Así es. Las otras van normalmente de los poetas más antiguos y terminan con los más jóvenes… La antología de Francisco Rico, Mil años de poesía española, comienza con las jarchas, pasando por poetas del Renacimiento o del Barroco, y termina con poetas nacidos alrededor de 1930. Otra antología, como Poesía en movimiento, sigue una cronología inversa: inicia con los más jóvenes y termina con los más antiguos. La mía no sigue ninguno de estos criterios. Más bien, una modulación interna de los poemas es la que lo guía; o sea, los poemas se siguen uno a otro por temas, por musicalidad, por intensidad, digamos, del tratamiento del asunto… —¿Podríamos decir que inconsciente, o conscientemente, en esta selección de poetas y poemas tuvo gran peso la madurez de Jaime Labastida como persona? Supongo que a los 20 años uno contempla el amor con mayor intensidad que a los 70 años… ¡O al contrario..! A lo mejor uno vive con más apasionamiento el amor cuando tiene siete décadas que a la pueril edad de los 20… —Sí, claro, muchas cosas cambian con la edad… —Pongamos como caso la muerte. Al principio, uno toma una perspectiva más distante, como algo que sólo le ocurre a los demás. Pero a cierta edad se vuelve más personal, casi como si fuera una inminencia, ¿no? —Pues sí. Pero fíjate en esto, José David: el poema no cambia; el que cambia, aparentemente, es el lector, somos los lectores. El mismo poema leído 20 años más tarde, en este caso 45 años más tarde, expresa otras cosas que antes no habías advertido. No es que el poema en sí mismo cambie; aparentemente es el mismo. Pero lo que le preguntas al poema, lo que responde el poema, lo que tú tienes, es totalmente distinto. ¿Por qué siguen vigentes poemas tan grandiosos como La Ilíada o La Odisea? Porque nosotros nos modificamos y volvemos a leerlos con otras preguntas. Entonces, hace 45 años leí varios de estos poemas mexicanos con cierta ingenuidad… Hace 45 años, como dijo alguna vez Gabriel García Márquez, era joven e indocumentado; 45 años de lecturas no pasan en vano, creo… —Me asalta una curiosidad: ¿hubo un poema en particular que le sorprendiera de esta nueva lectura? —Hay tres o cuatro en los que, digamos, tuve que modificar muchas cosas. Está el caso de “Idilio salvaje”, de Manuel José Othón; ésta fue una nueva lectura. Me encontré con cosas que antes no había captado… Como Othón trató de ocultar el origen personal de ese poema, que era la confesión de un adulterio, las cosas se prestaban a confusión. Conste: él se lo confesó a Alfonso Reyes, y yo reproduzco lo que le dijo: que éste había sido un poema de aventura, que éstos eran versos de aventura. Entonces, ¿qué hizo Othón? Atribuirle el hecho a un amigo suyo: al historiador Alfonso Toro. Todos supimos que eso era falso. Segundo: él lo citó en un lugar donde no ocurrió, en el desierto. Luego, el paisaje no es la descripción del paisaje como la encontramos, por ejemplo, en Joaquín Arcadio Pagaza; todo lo contrario: es el paisaje emotivamente asimilado. El paisaje no está descrito sino sentido: “Mira el paisaje,/ árido y triste, inmensamente triste.” Desde el inicio está un paisaje con una enorme carga emotiva. Esto fue lo que empecé a ver que había ahí… Además, a ella la describe como una “india brava”, lo cual tampoco es cierto. Othón ocultó todas las pistas para confundirnos… —¡Wow! —Sí, en efecto. Otro caso fue Ramón López Velarde. En la primera edición había sólo uno de los poemas a Fuensanta, prácticamente el penúltimo que le escribió a esta mujer, a Josefa de los Ríos, cuando ella estaba en agonía, que es bellísimo y que se llama “Hoy como nunca”. Dice así: “Hoy, como nunca, me enamoras y me entristeces;/ si queda en mí una lágrima, yo la excito a que lave/ nuestras dos lobregueces.” Y más adelante: “Hoy, como nunca, es venerable tu esencia/ y quebradizo el vaso de tu cuerpo,/ y sólo puedes darme la exquisita dolencia/ de un reloj de agonías, cuyo tic-tac nos marca/ el minuto de hielo en que los pies que amamos/ han de pisar el hielo de la fúnebre barca.” ¡Ella está a punto de morir! —Caray, ya no siga… —Ja-ja. Entonces, ¿qué fue lo que hice ahora? Bueno, incluí lo que llamo el ciclo de Fuensanta, desde los primeros hasta los tres últimos: “Hormigas”, “Hoy como nunca”, y el que escribió y que dejó inconcluso, “El sueño de los guantes negros”, pues él la soñó resucitar con guantes negros… Ahora bien, advertí en “Hormigas” la enorme pasión erótica, lúbrica, de López Velarde. Porque lo que se ha dicho de ella siempre es que fue la amada ideal, intocable, casta, pura; pero en “Hormigas” (un poema que forma parte de su segundo libro: Zozobra) no hay eso. Le dice en unas líneas: “tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,/ tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo/ como réproba llama saliéndose de un horno”. ¡Ella está encendida de pasión también! Y él habla de sus hormigas, que es, en su caso, el deseo, erótico, en estado puro. Entonces, capté todos estos aspectos y los explico en el libro…

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Para esta nueva edición de El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana, Jaime Labastida incluyó a varios poetas que —“por mi torpeza”, señala— fueron excluido en la edición anterior. Por ejemplo, Gutierre de Cetina, Gilberto Owen, Alí Chumacero, Eduardo Lizalde. También le añadió más poemas a algunos que sí estuvieron, como a Rubén Bonifaz Nuño. De él había incluido sólo un poema a la muerte de su padre; ahora, sin embargo, está íntegro El manto y la corona, el cual está escrito en alta poesía. Dice así (y es sólo un pequeño fragmento); por favor, vea, lea:

Centímetro a centímetro —piel, cabello, ternura, olor, palabra— mi amor te va tocando.

Voy descubriendo a diario, convenciéndome de que estás junto a mí; de que es posible y cierto; que no eres, ya, la felicidad imaginada, sino la dicha permanente, hallada, concretísima; el abierto aire total en que me pierdo y gano.

Regresemos. Jaime Labastida tiene algo claro: este libro, dice, intenta reproducir el canon de la poesía mexicana. “Me interesa mostrar que la poesía mexicana es una poesía de muy alto nivel, que se puede comparar con las mejores poesías que se hayan escrito en lengua española. Desde mi perspectiva —y remarca cada una de sus palabras—, el XX es el siglo de oro de la poesía mexicana.” Y, sí: tiene mucho de razón. Vea cómo comienza Alí Chumacero su Responso del peregrino: “Yo, pecador, a orillas de tus ojos/ miro nacer la tempestad.” Puntualiza Jaime Labastida: “Mi intención es recoger los poemas que son, a mi juicio, los más grandes poemas escritos en lengua española en México. Por eso no están poemas traducidos de lenguas amerindias. Porque en este caso sería la voz del traductor, no del poeta mismo.” Jaime Labastida (Foto-Josué D Romero)—En lo personal —le digo en cierto momento a Jaime Labastida—, el que no deja de sorprenderme es mi querido Xavier Villaurrutia. Mientras todos van huyendo de la muerte, el suicida va directamente hacia allá, como con amor… —Es cierto —responde—. En el título mismo de uno de sus libros, para mí el más decisivo de él, lo dice todo: Nostalgia de la muerte. O sea, algo ya vivido. Siente nostalgia por la muerte, nostalgia de la muerte. Y todos esos poemas tienen ese aspecto mórbido, mortuorio. En él está claro: sueño y muerte, tiempo y espacio, fugacidad inerte de las cosas, he aquí los varios elementos con los que construye su poesía. Es verdaderamente un poeta de una pureza y de una densidad muy grande. Es casi lo opuesto de Carlos Pellicer. Pellicer es un poeta de la luz, es un poeta de la vitalidad desbordada. Hay un verso de él que dice: “Ni la penumbra de un hermoso duelo/ ennoblece mi carne afortunada.” ¿Lo notas? —¡Claro! Lógica y sentimiento, racionalidad y metáfora… Siendo el amor y la muerte y el sueño unos temas muy proteicos, ¿qué características tendrían estos tres en la poesía mexicana? —A ver, José David. Yo lo que te puedo decir es que así como no hay dos gotas de agua idéntica en el universo, no hay dos poemas idénticos ni dos poetas iguales. Se puede hablar, en un momento dado y muy general, de ciertas características de la poesía mexicana. Yo critico algunas… Villaurrutia dijo que la característica de la poesía mexicana era el tono menor, crepuscular, el gris, el atardecer, entre otras cosas. Eso excluiría a Salvador Díaz Mirón, a José Gorostiza, a Pellicer. No puede ser. ¿No son mexicanos? ¿Son atípicos? Por supuesto que no. Esta forma de expresión corresponde, más bien, a un tipo de poesía en México, no a toda… Por ejemplo, muchos dicen: la característica que tenemos los mexicanos para ver la muerte nos es propia. Yo no sé si sea correcto esto… —¿Por qué lo dice? —Pongamos por caso lo que decía Martin Heidegger, en su gran libro que es Sein und Zeit (Ser y tiempo). Ahí apunta que el hombre es un ser para la muerte. Si lo hubiera escrito un mexicano, habrían dicho: “Claro, un mexicano tenía que decir que el hombre es un ser para la muerte.” Pero lo escribe un alemán. Así que todo esto tiene mucho de cliché y de lugar común, que se arrastra sin sentido. Aunque, eso sí: los sueños, pero sobre todo el amor y la muerte, son preocupaciones centrales. No las puedes dejar de lado. La manera en la que cada época, cada cultura, cada pueblo se acerca al amor, al sueño, y sobre todo a la muerte, es distinta. —Si la filosofía es considerada por Sócrates como una preparación para la muerte, entonces la poesía, su melliza antagónica, tendría que formularse como una liberadora… —¡No! No lo creo. Somos seres para muerte. No creo que te libere de la muerte… Nuestro horizonte próximo o lejano es la muerte. Lo sabemos, a diferencia de los animales, que también van a morir, pero que no lo saben… —Le cambio la pregunta: el hecho de que la poesía le cante o hable de un tema, paradójicamente inmortal, como la muerte, ¿puede ayudarnos a enfrentarla, nos puede servir como bálsamo? —En un cierto sentido, sí. Lo mismo ocurre cuando tienes un problema y vas con el psicoanalista o con el cura o con el cantinero o con el amigo: descargas a través de la palabra la pesadumbre que te agobia. Te sientes aliviado. También la poesía sirve para eso, en el poeta y, sobre todo, en quien la lee. —Le pregunto esto porque en el prólogo, y ahora mismo lo decía usted, que una de las intenciones del libro es que el público pueda leer estos poemas no solamente con mayor facilidad y mejor compresión, sino que los goce… —Ojalá que lo haya logrado. ¿A ti te pareció que en algunos casos lo logro? —Yo creo que sí. Y qué bueno que así suceda. A veces parece que cada día son, o somos, menos las personas a las que les apasiona, les emociona, les conmueve la poesía… —Yo sólo te puedo decir algo: quien no lee poesía está mutilado intelectualmente. Y está mutilado emotivamente. La poesía nos enriquece desde el punto de vista intelectual, también desde el punto de vista emotivo; incluso espiritual, si tú lo quieres ver así… Porque hay formas de expresión que las haces tuyas, y que las sientes profundamente intimas, personales. —Dejo esta pregunta para el final, que es sobre la arbitrariedad de su selección. ¿De verdad “son todos los que están”, como apunta usted en el prólogo? —Ja-ja. ¡No están todos los que son..! A ver, José David: fíjate que recientemente me invitaron a la Fundación para las Letras Mexicanas, a que hablara del libro. Y lo hice. Ahí, un becario, un muchacho joven de veintitantos años, me preguntó: ¿y por qué no incluyó a Jorge Cuesta con “Canto a un dios mineral”? Le expliqué que no, pues temáticamente estaba ceñido el libro al amor, el sueño y la muerte. Y él: ¿pero no es este poema un canto a la muerte, un canto a la transformación de la materia? Me hizo reflexionar. Tiene razón. Quizás en una nueva edición, si la hay, lo incorporaré. Es un poema también de una densidad y una complejidad mayúscula. Entonces, todavía no están todos los que son… —Y, si me lo permite, quizá valga la pena la inclusión de más mujeres… —Hay dos mujeres. Y lo dejo en claro: yo no me guío por cuestiones de género ni cuota. Pero si hay un gran poema de una mujer, lo incorporo, de lo contrario no. Ahora bien, hay una gran poetisa mexicana que se llama Enriqueta Ochoa, y “Las vírgenes terrestres”, que es un gran poema, lleno de garra y sentimiento, que lo tuve que haber incluido. Y es más: yo creo que Margarita Michelena no le va a la zaga. En fin, como ves, tengo que corregirme nuevamente…   Nota bene: El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana ha sido editado por Siglo XXI Editores, con la colaboración de Fundación TV Azteca. A la par del libro, Jaime Labastida puso en circulación una edición bilingüe, francés-español, de su poemario En el centro del año. Coeditado por Ediciones Papeles Privados y Siglo XXI, el volumen está acompañado de cinco grabados de Jesús Martínez.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @Pepedavid13   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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