En la más reciente película de Wim Wenders, el director de Wings of Desire intenta entender al fotógrafo Sebastião Salgado, y Juliano Ribeiro busca comprender a su padre. Hay en La sal de la Tierra (The Salt of the Earth, 2014) un desarrollo casi geométrico. Por cada elemento mostrado en la cinta, otro aparece para fungir como su igual. Si los ojos del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado han visto lo peor de la raza humana, también son testigos de la belleza primigenia del mundo. Wim Wenders intenta entender al artista, Juliano Ribeiro Salgado busca comprender a su padre. El aventurero viaja por el mundo capturando imágenes, su esposa permanece en casa para educar y planear el siguiente proyecto. No existe uno, sin el otro. Una de las funciones más populares del arte es aquella que lo coloca como herramienta de cambio social. En los 60 el rock prometió cambiar al mundo, no hay necesidad de decir que no lo logró. Sin embargo el arte sí puede servir para sensibilizarnos ante aquello que nos rodea. Esa es la característica más atractiva para Wenders del corpus artístico de Sebastião Salgado, la capacidad de hallar belleza en medio del infierno. Por eso trasciende la pornomiseria, su intención no es explotar los sucesos sino difundirlos. Durante años Salgado recorrió el mundo junto a su cámara para servir de testigo de los actos más inhumanos de la sociedad. Pobreza en América, hambruna en África, guerra en Europa, no hay lugar que haya pisado donde nuestra ponzoñosa huella no se muestre. La mirada de Salgado, sensible como pocas, genera imágenes de prístina belleza que encuentran su razón de ser en el proyecto del Génesis, recuperación de los lugares que no han sido modificados por el hombre. Una fotografía va más allá de la simple imagen, la democratización de los métodos de captura no ha hecho más artistas, sólo más vanidades. La belleza y las deformidades de la Tierra sólo pueden ser mostradas en todo su potencial por un verdadero artista. Nosotros quizá seamos el sabor del mundo, pero necesitamos de un chef que nos muestre los pormenores de la receta. Un cineasta descubre a un gran artista, un documentalista encuentra a su padre, un fotógrafo se topa con la razón de vivir. La comedia del suicidio Martín Rejtman encuentra en lo cotidiano el foco de la comedia. En sus cintas, las risas abundan, pero no son provocadas por una extensa secuencia de pastelazos o ágiles diálogos llenos de doble sentido. Hay una parquedad que dota a las anécdotas de un sentido absurdo, cuando en realidad son lógicas como caprichosos son sus sujetos de estudio. Así, en Los guantes mágicos (2003) un taxista se convence de haber encontrado a un amigo perdido en un pasajero cualquiera, y en Dos disparos (2014) un joven decide pegarse un par de balazos en el día más caluroso del año sólo porque encontró un arma en su casa. Ese pequeño suceso desencadenará el flujo creativo de Rejtman, donde el patetismo es regla y el mantener el tono es más importante que plasmar una narrativa tradicional. Del relato se desprenden poco a poco subtramas, hombres y mujeres aparecen sólo para difuminarse un par de cuadros adelante. Como en la vida, en realidad no son importantes porque todo se somete al cambio. Una madre se vuelve abnegada protectora de su hijo, luego hace un viaje a la playa con unos desconocidos. Un pareja lleva separándose dos años, juntando razones para detener el viaje sin encontrarlas verdaderamente. Rejtman es un poeta que no necesita de emociones fuertes para hallar la graciosa irracionalidad de nuestro comportamiento. Sabe que la llave de la comicidad de Buster Keaton es el serio gesto con el que enfrenta su existencia.
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