¿Hasta qué punto una intervención militar en Siria puede cambiar el destino de ese país?       Mientras el mundo entero, sentado en sus cómodas sillas, envía tuits a favor o en contra a la intervención de Estados Unidos en Siria, el país llega a casi mil días de destrucción, muertes y miedo. Mil días de crímenes y violaciones de los derechos humanos, mil días que no han ahorrado nada y nadie, con un coctel asqueroso de tortura, violaciones, bombardeo indiscriminados y armas químicas entre hermanos, entre hombres y mujeres, entre niños y viejos. Por cierto, el Occidente se despierta tarde. Demasiado tarde. En julio de este año, las Naciones Unidas ya habían anunciado las dimensiones de esta tragedia, con más de 100,000 personas muertas, 1.7 millones registradas como refugiados y 200,000 en espera de reconocimiento legal. Por cierto, también julio ya era demasiado tarde. Durante dos años hemos combatido entre nuestras dos ánimas, la intervencionista y su contraria, pero sólo ahora que EU se prepara a lanzar sus misiles contra el régimen de Assad, hemos empezado a tomar parte activa en esta lucha, para algunos también interior, entre la intervención militar y cualquiera sea la otra respuesta, tal vez no armada, para frenar esta carnicería. ¿Tienen razón los que gritan que ya no podemos quedarnos callados, que tenemos que intervenir para evitar más muertes, más inestabilidad regional, más poder a las sectas y a los yihadistas? En nombre de una simpatía humana, tenemos el deber moral, la responsabilidad de proteger la población civil y emprender una acción militar si es necesaria para parar las locuras de un dictador sádico. O al contrario: ¿son más sensatos los que denuncian la inutilidad y la ilegalidad de violencia que se suma a violencia, de otra guerra que, como deberíamos haber aprendido, siempre es demasiado larga, demasiado sangrienta, demasiado dispendiosa, demasiado injusta? Mientras Obama comienza su campaña para lograr el apoyo del Congreso a un ataque contra el régimen de Bashar al-Assad, soportado entre sus aliados occidentales únicamente por Francia, la Liga Árabe pide a la comunidad internacional que tome medidas urgentes, abriendo las puertas a iniciativas externas a las Naciones Unidas. Si la estrategia político-militar de EU parece clara y basada en dos ejes principales: aniquilar el régimen de Assad mediante operaciones militares y seguir aportando un apoyo a los rebeldes para garantizar la exclusión de las alas más radicales islamistas en el futuro de Siria, los objetivos a largo plazo son confusos y contradictorios.   ¿Cuáles efectos tendría una acción militar contra el gobierno de Al-Assad? Desde una perspectiva político-militar, el ataque armado podría disuadir a Assad a utilizar nuevamente armas químicas, pero es poco probable que pueda alterar radicalmente el conflicto y el equilibrio de poder: aunque el régimen tenga ventajas estratégicas, no recuperará el control de todo el país. De hecho, la guerra parece destinada a durar muchos años más, con el régimen que seguirá controlando la capital y el centro-occidente del país, mientras el norte y el este seguirán en las manos de los rebeldes, y con ambas partes desinteresadas a negociar y ocupadas en consolidar y reforzar sus posiciones con el fin de abatir el enemigo. Sin embargo, la intervención no deja tranquilos tampoco a los aliados más cercanos políticamente a Washington y físicamente a Damasco: Israel, Jordania y Turquía miran el fin de Assad con mucha perplejidad, ya que los rebeldes están divididos entre casi 150 grupos, más o menos extremistas, anti-occidentales y anti-sionistas. Por esta razón, nadie, ni Washington mismo, quiere que el régimen de Assad caiga en lo inmediato, porque su presencia garantiza paradójicamente estabilidad en la región. El objetivo de Obama es más bien atenuar la escalada del conflicto y limitar la escalada de violencia, con la esperanza, casi ilusoria, de poder lograr el diálogo político entre las partes.   ¿Cuál futuro para Siria? ¿Cuál futuro para el Medio Oriente? El diálogo político entre rebeldes y gobierno aparece de hecho improbable, ya que ambas partes no ven otra posibilidad, sino el pleno dominio y control del poder. En este contexto, es muy difícil poder delinear el futuro de Siria entre los varios escenarios posibles. El país podría seguir siendo un único Estado, o convertirse en un Estado federal, o con el colapso del gobierno central, podría crearse un Estado alauí y el resto del país podría fragmentarse entre kurdos, suníes, chiíes y los otros grupos étnicos y religiosos que conviven en el territorio. Por cierto, a largo plazo, la ruptura del país llevaría a iniciativas revanchistas, a instabilidad y a mayor violencia, que desestabilizarían una vez más la región en su conjunto. De hecho, la importancia estratégica única de Siria incrementa su complejidad política interna, sus rivalidades étnicas, religiosas y regionales que han convertido al país en una bomba de relojería, una amenaza también fuera de sus confines. El colapso de Assad llevaría a un cambio completo en el equilibrio y en el mapa de Medio Oriente porque Siria es el territorio de un peligroso juego de poder que hoy ve por un lado los Estados del Golfo, Israel y el Occidente, y por el otro, Irán y el Islam más radical. Por lo tanto, la realidad de esta guerra civil se traduce en un conflicto geopolítico, donde el interés por el dominio regional acentúa las fracturas entre las diferentes sectas y reitera la rivalidad típica en la región entre los chiitas, apoyados por Irán, Irak y Hezbollah y los sunitas de Arabia Saudita, Qatar, Turquía y Egipto. Por cierto, con el despertar de las rebeliones en Egipto y Túnez, y con el empeoramiento de la guerra en Siria, la ilusión democrática que había sacudido el Medio Oriente hace casi dos años se ha revelado en un teatro de violencia sin fin. Estas guerras, que como fiebre de malaria recurren cíclicamente, demuestran que el sueño progresista y democrático ha dejado el paso a los viejos paradigmas de poder: desaparecidas las luchas contra regímenes dictatoriales y en defensa de la democracia, queda, una vez más, la triste y kafkiana elección entre el autoritarismo militar o el autoritarismo islamista, sin otra vía que la sangre de los inútiles conflictos armados.     Contacto: Twitter: @AureeGee   *Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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