Para su segundo mandato, Dilma Rousseff tiene el enorme reto de reanimar su economía o seguir el camino de Argentina o Venezuela.   Por Steve Forbes   El resultado de la elección presidencial en la nación más grande de América Latina ha desempolvado un viejo tema: Brasil tiene un gran futuro y siempre lo tendrá. Este país gigantesco, populoso y rico en recursos, aparentemente hizo enormes progresos después de pasar por una desastrosa crisis financiera a finales de 1990. La inflación crónica se detuvo y la regulación antiempresarial se suavizó. Combinadas con el auge mundial de los commodities de la última década, estas medidas hicieron que la economía de Brasil se disparara, y para 2010 su PIB ocupara el séptimo lugar global. Parecía como si Brasil hubiera ascendido de un salto a la condición de desarrollado y estuviera, en términos del tamaño de su economía, dispuesto a superar a países como Gran Bretaña y Francia. Pero entonces todo se paró en seco. Resulta que mucho del auge de Brasil dependía de los altos precios de las materias primas. Hoy, Brasil está en recesión. Su moneda se ha desplomado y la inflación está en un alza ominosa. La inversión extranjera directa se está contrayendo, al igual que el gasto de las empresas con sede en Brasil. La corrupción también está floreciendo. La presidenta Dilma Rousseff, quien asumió el cargo cuando la economía brasileña comenzaba a enfriarse, estuvo a punto de ser superada en las urnas por un candidato pro libre mercado durante las recientes elecciones. La gran pregunta es si en su segundo mandato se alejará de las políticas de Estado que han plagado y paralizado a la economía brasileña o pondrá con firmeza a su país en el mismo camino de perdición de Argentina y Venezuela, donde el estancamiento, la reducción de las libertades políticas, la demagogia populista y la corrupción son la norma. Si Rousseff quiere que Brasil se convierta en una potencia económica mundial, en lugar de un gigantesco remanso, debe ir en línea con el estudio anual del Banco Mundial y el ranking de 189 economías Doing Business —que mide “las regulaciones que favorecen la actividad empresarial y aquellas que la restringen”. Brasil clasifica miserablemente en el sitio 120 del ranking general. El fracaso de Brasil es sonoro en cuatro categorías:
  1. Apertura de un negocio. La apertura de un negocio legal en Brasil es como correr una carrera con obstáculos, una en la que te obligan a realizar 11.6 procedimientos diferentes, que, en promedio, toman un total de 83.6 días. No es extraño que Brasil tenga una economía informal enorme. Rousseff debería seguir el ejemplo de Nueva Zelanda, donde un nuevo negocio se puede abrir en un solo día con sólo apretar una tecla en una computadora, eliminando así el factor corrupción.
  2. Manejo de permisos de construcción. Este apartado da una imagen de lo difícil que es hacer las cosas en este país. En comparación con el resto del mundo, Brasil es atroz: cada proyecto requiere 18.2 procedimientos (frente a 11.9 de los países desarrollados), que toman 426.1 días (frente a 149.5 en los países desarrollados).
  3. Registro de la propiedad. En Brasil hay que pasar por 13.6 procedimientos para registrarse. Compara eso con otras naciones de América Latina y el Caribe, donde el promedio es de 7. La fortaleza de los derechos de propiedad es esencial para el progreso. Rousseff debe consultar a Hernando de Soto, de Perú, el principal experto del mundo en esta materia.
  4. Pago de impuestos. No es ninguna sorpresa que Brasil está plagado de impuestos. De las 189 economías que examina Doing Business, Brasil ocupa el sitio 177 en esta categoría. La encuesta estima que se necesitan unas pasmosas 2,600 horas al año para cumplir con todas las imposiciones brasileñas. La simplificación radical haría milagros drenando el pantano de corrupción y sacando de la sombras a miles de empresas para llevarlas a la economía real. Hong Kong y Singapur son modelos que Rousseff debería examinar.
Por supuesto que hay otros retos económicos que Brasil debe superar, incluyendo los monopolios internos que sofocan la competencia y la regulación que restringe la inversión extranjera directa. Por último, hay un área absolutamente crucial que podría romper a Brasil o a cualquier otro país: La política monetaria. Una de las ideas más destructivas de la era moderna es la noción keynesiana de que puedes dirigir una economía de la misma forma en que puedes conducir un auto, manipulando el valor de la moneda de un país. El dinero mide el valor de los productos y servicios y facilita el comercio. La idea de que la impresión de más dinero estimula el crecimiento económico sostenible es simplemente insulsa. La inflación ha sido la ruina de la economía de Brasil. Para dar inicio a una era de estabilidad genuina, con el real ganando la confianza de su pueblo y de los inversionistas extranjeros, el gobierno de Brasil debe comenzar por fijar la tasa de cambio del real al dólar estadounidense y aprender cómo mantener esa tasa. Rousseff debería estudiar a Hong Kong, que a través de una caja de conversión ha vinculado su moneda al dólar estadounidense durante más de 30 años. Su relación sobrevivió a la brutal crisis económica de Asia de 1998, cuando las monedas vecinas se derrumbaron.

 

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