En Silicon Valley se da por sentado que hay programadores e ingenieros brillantes. No obstante, el valor añadido real viene cada vez más de personas que pueden vender y humanizar. Es por eso que nuevas empresas de tecnología súbitamente se pelean por graduados de ciencias sociales.    Por George Anders En menos de dos años, Slack Technologies se ha converti­do en una de las startups tecnológicas “unicornio” más relucientes, con 1.1 millones de usuarios y una valuación de mercado de 2,800 millones de dólares (mdd). Si has usado el software de trabajo en equipo de Slack, seguramente reconoces una de sus innovacio­nes más atractivas es Slackbot: un pequeño y útil avatar que aparece periódicamente para ofrecer consejos tan alegres que parece humano. Esa creatividad no puede pro­gramarse. En su lugar, gran parte de ella fue acuñada por uno de los 180 empleados de Slack: Anna Pickard, de 38 años, directora editorial. Ella estudió Teatro en la Manchester Metropolitan University de Gran Bretaña, antes de descubrir que odiaba los constantes desaires de las audiciones. Después de bloguear, escribir reseñas de videojuegos e imitar gatos, encontró su vocación en la tecnología, donde cocina res­puestas disparatadas a las preguntas hechas por los usuarios, del tipo “Te quiero, Slackbot”. Su misión, explica Pickard, es “ofrecer a los usuarios piezas adicionales de sorpresa y de­leite”. La paga es buena; las opciones sobre acciones, aún mejores. ¿Qué tipo de jefe contrata a una actriz frustrada para una empresa de software para empresas? Stewart Butterfeld, de 43 años de edad, co­fundador y CEO de Slack, cuya parti­cipación en la compañía —calculada en dos dígitos— tiene un valor de 300 mdd o más. Él es orgulloso po­seedor de un título en Filosofía por la Universidad de Victoria de Canadá y una maestría en Filosofía e Historia de la Ciencia por Cambridge. “Estudiar filosofía me enseñó dos cosas”, dice Butterfeld, sentado en su oficina en el sur del distrito Market de San Francisco, un barrio casi enteramente dedicado al culto a la programación. “Aprendí a escribir muy claramente, aprendí cómo seguir un argumento hasta el final, lo cual tiene un valor incalculable al dirigir las reuniones. Y cuando es­tudié Historia de la Ciencia aprendí acerca de las formas en que todo el mundo cree que algo es verdad, como la vieja noción de que algún tipo de éter en el aire propagaba las fuerzas gravitacionales, hasta que se da cuenta de que no es cierto.” El negocio principal de Slack se beneficia del toque de un filósofo. Los ingenieros de corazón han intentado desarrollar softwares de administración del conocimiento por lo menos por 15 años. La mayor parte de sus planteamientos son tan engorrosos que los usuarios corpo­rativos no pueden esperar a cerrar el programa. Slack hace que todo sea simple. Establece un puente entre todo, desde Dropbox hasta Twitter, ayudando a los usuarios a organizar documentos, fotos y archivos en canales diseñados para una fácil navegación. Teniendo en cuenta que Butterfeld pasó sus primeros 20 años tratando de encontrar sentido a los escritos de Wittgenstein, la clasificación de conocimiento cor­porativo puede parecer sencilla. Y está lejos de ser el único. Entre todos los principales centros tecno­lógicos de EU, Silicon Valley, Seattle, Boston o Austin, las compañías de software están descubriendo que el pensamiento de las artes liberales las hace más fuertes. Los ingenieros aún pueden exigir salarios más altos, pero entre los titanes disruptivos como Facebook y Uber, la guerra por el talento se ha desplazado a los puestos no técnicos, en particular de ventas y marketing. Cuanto más sueñan los progra­madores en cambiar el mundo, más necesitan llenar sus empresas con alquimistas sociales que puedan co­nectar con sus clientes —y hacer que el progreso parezca agradable. Piensa en las formas en que la revolución automotriz de la década de 1920 creó un enorme número de puestos de trabajo para personas que ayudaron a dar un lugar al auto en la vida cotidiana: vendedores, mercadólogos, profesores de auto­escuela, equipos de carretera y así sucesivamente. Algo similar ocurre en la actualidad. Los profesores del MIT, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, argumentan en su libro The Second Machine Age, publicado re­cientemente, que la ola tecnológica de hoy inspirará un nuevo estilo de trabajo en el que la tecnología se en­cargará de tareas rutinarias para que las personas puedan concentrarse en lo que los mortales hacen mejor: generar ideas y acciones creativas en un mundo rico en datos. La Oficina de Estadísticas Labo­rales de Estados Unidos predice que para 2022 cerca de 1 millón de esta­dounidenses más se incorporará a la fuerza de trabajo como educadores. Otros 1.1 millones de recién llegados se ganarán la vida en ventas. Ellos no se limitarán a ser maestros de primaria o cajeros de tienda departa­mental. Cada ola tecnológica creará nueva demanda de capacitadores, entrenadores, líderes de talleres y vendedores bien pagados. Por el con­trario, las filas de ingenieros de soft­ware demandarán 279,500, apenas 3% del total de crecimiento global de empleo. Los empleos de alta tecnolo­gía no serán por sí solos la respuesta al crecimiento del empleo a largo plazo, dice Michael Chui, socio de McKinsey Global Institute. Tales matices escapan al enten­dimiento de los políticos, que no pueden sacudirse la idea de que la enseñanza enfocada en la tecnología es el único boleto seguro al éxito. El presidente Barack Obama ha pedido reiteradamente un mayor gasto en es­cuelas centradas en la alta tecnología. En una entrevista publicada en febre­ro por el sitio web Re/code, elogió las clases de programación llamándolas “una gran prioridad”, y agregó: “No puede ser sólo un puñado de niños. Tiene que ser todo el mundo”. De hecho, las personas sin un título tecnológico ya se benefician más del auge de la tecnología. Al­gunas ideas fascinantes pueden en­contrarse en LinkedIn, que rastrea a los graduados de universidades específicas a medida que avanzan en el mercado laboral: “Saluden a los 62,887 miembros de LinkedIn que asistieron a la Universidad Northwestern en la última década. Ahora concéntrense en los 3,426 que se han mudado a la zona de la Bahía de San Francisco mientras persiguen el sueño de Silicon Valley. Ésa ha sido una decisión inteligente: Los principales empleadores de los Wildcats incluyen a Google, Apple, Facebook, Genentech y LinkedIn”. Sorprendentemente, sólo 30% de estos migrantes estudió una ingeniería o tec­nología de la información. Como los datos de LinkedIn muestran, la mayoría de ellos ha creado carreras no técnicas en Silicon Valley. La lista comienza con ventas y marketing (14%), educa­ción (6%), consultoría (5%), desarrollo de negocios (5%) y una serie de otras especialidades que van desde la administración de productos hasta el sector inmobi­liario. Suma los puestos de trabajo ocupados por personas especializa­das en psicología, historia, estudios de género y similares, y superan rápidamente al total de ingeniería y ciencias informáticas. Si revisamos los números entre los recién graduados de la Univer­sidad de Boston, la Universidad de Texas o cualquiera de los campus de la Universidad de California, el patrón de contratación en Silicon Va­lley luce muy similar. Un ejemplo de ello es Rachel Lee, quien se graduó de la Universidad de California, en Berkeley, con un título en Comunica­ción en 2011. Lee es gerente de cuen­ta en Slack y, aunque ha estado en la compañía apenas un mes, ya ayudó a una empresa de construcción a asimilar el software de Slack para realizar un seguimiento de cosas tan variadas como envíos de yeso y nor­mas de construcción a través de los teléfonos inteligentes de los emplea­dos. Lee dice que admira el trabajo de sus colegas técnicos que escriben el código de Slack. Ellos, a su vez, la respetan por su capacidad no técnica de “conectar con los usuarios finales y averiguar lo que quieren”. grafico_filosofos Tecnología móvil  En Austin, Suzy Elizondo puede ver la nueva estructura de poder tec­nológico cada vez que mira alrededor en la habitación durante sus reuniones con clientes. Ella ha trabajado durante cinco años en Phunware, que desarrolla apps móviles para una amplia variedad de clientes, incluyendo AT&T, el aeropuerto de Houston y astrólogos famosos. Cuando se unió a la compañía como especialista en diseño des­pués de obtener un título en publicidad en la UT Austin, ella era el elemento inusual en la sala. La mayoría de las reuniones estaban llenas de ingenie­ros de software. Ahora la gente no técnica entre sus clientes y en su propia empresa con frecuencia ocupa al menos la mitad de los asientos. La razón: el desarrollo de software se ha vuelto cada vez más automatiza­do. El auge de las bibliotecas de contenido y plug-ins significa que las aplicaciones móviles pueden desarrollarse mucho más rápido y con menos gente. Pero el lado no técnico —hacer que todo el mundo esté de acuerdo en cómo debe lucir una app— requiere más mano de obra que nunca. Eso significa reuniones y revisiones intermina­bles para Elizondo, quien ahora es directora creativa y supervisa un departamento de siete personas. La tecnología móvil no sólo hace la vida más cómoda, señala Robert Tabb, un vendedor de Phunware que visita centros médicos todo el año. Poner información fácil de usar en el smartphone de todos también redefine los trabajos de muchas personas. Y eso significa un gran número de conversaciones intensas sobre cómo las grandes organiza­ciones deben reconfigurarse para manejar esas dislocaciones. Tabb ve este trastorno en acción cada vez que habla con los hospitales sobre la instalación de aplicaciones móvi­les que guían a los pacientes hacia sus citas, incluso si no es obvio qué pasillos conducen desde el vestíbulo hasta el consultorio C-713. “Nos toma unas 10 reuniones cerrar un trato como ése”, dice Tabb. “Y sólo dos de esas reuniones giran en torno a la tecnología.” El resto del tiempo, Tabb se gana el pan fungiendo como mediador. Desde el principio, los especialistas en relaciones con pacientes amaron su idea, pero los ingenieros encarga­dos del desarrollo tenían sus dudas. Una vez que los problemas de mapeo físico son resueltos, surgen nuevas tensiones sobre la importancia —o ausencia— de la marca del centro médico en la aplicación móvil. Con el tiempo, todo el mundo está feliz y el acuerdo se cierra. Ser capaz de leer la habitación es una habilidad crucial, añade Mike Snavely, ejecutivo de ventas de Phunware, quien está dispues­to a contratar a personas que no sepan mucho sobre tecnología si tienen un don para relacionarse con otras personas. No le molesta en absoluto que Tabb comenzara vendiendo tenis o que Elizondo venda joyas hechas a mano los fines de semana en las ferias de ar­tesanía como un hobby. La excen­tricidad, aunque no tiene mucho que ver con los geeks que pasan la noche entera programando tras bambalinas, afila las habilidades de la gente que él ha descubierto. Sin duda, la rentabilidad finan­ciera de un título en ingeniería sigue siendo fuerte. Un informe de 2014, publicado por la Asociación Americana de Colegios y Universi­dades, encontró que los estudiantes de ingeniería ganan un promedio de 92,000 dólares al año a sus 30 años de edad, en comparación con 61,000 dólares para los gradua­dos con títulos en humanidades o ciencias sociales. Pero unas sólidas habilidades sociales resultan tan importantes como la capacidad intelectual en la configuración de posibles ingresos futuros. Catali­na Weinberger, economista de la Universidad de California, en Santa Bárbara, ha analizado los datos del gobierno sobre miles de estudiantes de preparatoria y los ingresos que ganan muchos años después. Entre sus hallazgos: las personas con for­talezas equilibradas en habilidades sociales y matemáticas ganan 10% más que sus contrapartes fuertes en una sola área. De hecho, a los genios matemáticos socialmente ineptos no les va mucho mejor que a los humanistas que tienen proble­mas con los números. Los grandes empleadores tecno­lógicos están ampliando sus hori­zontes más allá de la contratación de los campos de stem (ciencia, tecno­logía, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés). Larry Quinlan, director de Información de Deloitte, se pronuncia a favor del “stem”, en el que la A es para las artes. “No es suficiente ser tecnológicamente bri­llante”, dice Quinlan. “Necesitamos gente de más alto nivel que también entienda los procesos de negocio”. Una feroz carrera por reforzar los equipos de ventas se juega todos los días en los avisos de contratación de las empresas de alta tecnología. Este verano, el especialista de software Workday tiene 60 posiciones abiertas en ventas, superando a las 51 de desa­rrollo tecnológico. Uber necesita 427 embajadores de marca más, representantes de servicio a los socios y otros puestos operativos, contra sólo 168 ingenieros. Incluso Facebook —dirigida por el inge­niero Mark Zuckerberg— tiene 225 vacantes en ventas y especialistas en desarrollo empresarial, en com­paración con sólo 146 para desarro­lladores de software. Bess Yount personifica el lado no techie de Facebook. Estudió Comu­nicación en Stanford y una maestría en Sociología. Fuera del salón de clase es capitana del equipo de la­crosse. “Siempre he tenido un amor más grande por las palabras que por los números”, dice Yount. Eso no ha sido un problema. Cuando se unió a Facebook en 2010, la compañía de redes sociales evolucionó rápida­mente más allá de sus inicios enfoca­dos en la ingeniería. En lugar de imaginar un día en que los anuncios pudieran ser reservados en línea sin tener que hablar con un ser humano, Facebook comenzó a aprovechar los beneficios de un toque personal. Como gerente de Marketing enfocada en pequeñas empresas, Yount está fuera de la oficina buena parte del año, reuniéndose con comerciantes que fueron criados en la época de la Sección Amarilla. Ella les presenta una nueva era de publicidad en la que es posible diri­girse a los clientes por edad, género, hora del día, lugar de residencia y afinidades personales. Estos nuevos poderes desconcertantes (“¿Deberíamos hablarle a los fans de Rihanna? ¿A los fans de Taylor Swift? ¿A los de ambas?”) luce más fácil y atractivo en los talleres que Yount dirige en todo Estados Unidos. En un viaje de invierno a los Berkshires, por ejemplo, mostró cómo los plomeros pueden dirigir sus anuncios hasta las pantallas de propietarios de viviendas después de una ola de frío, cuando las per­sonas con tuberías congeladas son más propensas a llamar. Tal cercanía no es barata. Fa­cebook gastó 620 mdd en ventas y marketing en el primer trimestre de 2015, casi el doble que el año anterior. Pero la recompensa por ese contacto humano ha sido enorme. Los anun­cios de empresas de Facebook, un negocio muy pequeño en los días en que todo estaba automatizado, ahora supera los 12,000 mdd al año y crece más de 1,000 mdd al trimestre. Incluso las pequeñas empresas pueden ganar mucho de los anun­cios de Facebook personalizados, dice Yount, si sólo pudiera ayudarles a descifrar el código. En una reciente conferencia en Filadelfia, destacó las formas en que los dueños de restaurantes pueden fotografiar un pastel recién horneado y luego usar la geolocalización para mostrar esa foto a cualquier persona que camine a un kilómetro de la tienda. “Una mujer lo hizo y vendió todos sus pas­teles en tres horas”, dice Yount.   El rostro humano de la industria restaurantera En la industria restau­rantera, Shawna Ramona es el rostro humano de la revolución de datos. Se graduó de San Francisco en 2002 con una licenciatura en literatura inglesa. Ahora es una “gerente de relaciones con restau­rantes” para OpenTable, el servicio de reservaciones para restaurantes en línea. Ella llama a decenas de restauranteros al año e intercambia ideas que emergen del equipo de datos de su empresa. No hay nada técnico en su formación profesional, pero ella sabe cómo conectar con la vieja guardia. Recientemente visitó a Um­berto Gibin, dueño de dos de los restaurantes más conocidos de San Francisco, Perbacco y Barbacco. Él empezó en el negocio hace 45 años como un mesero adolescente en Italia. Su estilo lo define; cuando dice “Arrivederci!” mientras uno de sus comensales se va, todo el restau­rante puede oírle. Sin embargo, su mundo está siendo sacudido por la migración de reservaciones, cuentas y puntos de cliente frecuente a los smartphones de sus clientes. Los al­goritmos predictivos pueden decirle a Gibin cuánto tiempo es probable que se quede cada comensal y qué reservaciones son las más probables de no concretarse. “Estoy tratando de cambiar con los tiempos”, dice Gi­bin. “Pero soy un dinosaurio cuando se trata de tecnología”. Ramona hace que la tensión des­aparezca. Trabajó en restaurantes gran parte de sus veintes, ayudando a manejar desde restaurantes de carne hasta bares de sushi. Ella sabe cuándo hablar sobre coles y cuándo es momento de abordar una métrica decepcionante en su iPad antes de decir suavemente: “Aquí hay una oportunidad para ti”. OpenTable es un buen ejemplo de cómo el sector tecnológico ha ampliado sus horizontes. A finales de 1990, el ingeniero californiano Chuck Templeton creó la em­presa como una corporación de tecnología pura que permitía que cualquiera pudiera hacer una reser­vación en un restaurante en línea, al instante. El público en general amó su concepto. La mayoría de los restaurantes, sin embargo, carecía del software para hacerlo funcio­nar. Así que en 2000 comenzó a desplegar el músculo de OpenTable en la construcción de una mejor tecnología para restaurantes. De repente, OpenTable necesitó vendedores. Años de ventas ayuda­ron a OpenTable a meterse hasta la cocina de más de 10,000 restauran­tes para 2008. No obstante, ése fue un triunfo frágil. Los ingenieros de OpenTable siguieron actualizando los sistemas de reservación y de análisis de datos de la compañía, sólo para descubrir que los res­tauranteros no estaban prestando atención. Eso creó un mayor riesgo de pérdida de clientes. Si OpenTable quería tener una conexión fuerte y duradera con los gerentes y dueños de restaurantes, necesitaba un se­gundo equipo de primera línea que estrechara la relación con ellos. Así, los ejecutivos de OpenTable comenzaron la caza de personas que habían servido mesas, atendido una barra o manejado restaurantes en sus carreras. La compañía se estaba moviendo más allá de sus inicios como una herramienta de automa­tización. La nueva prioridad, como explica el jefe de Ventas Mike Dod­son, era encontrar evangelistas que pudieran “mostrar cómo la tecnolo­gía puede enriquecer la experiencia de comer”. La llegada de unas 137 personas como Ramona ha expandi­do a OpenTable a 32,000 restauran­tes, con sólo 14 científicos de datos necesarios para hacer funcionar su maquinaria de información. La tarde de un lunes reciente, Ramona visitó Marlowe, un bistro en el mismo vecindario moderno de San Francisco en el que Slack tiene su sede. Saludó a la dueña, Anna Wein­berg, quien también es propietaria de Park Tavern y otros restaurantes, con un gran abrazo. El ajetreo postoficina no había empe­zado todavía; el Marlowe estaba vacío. Momentos después las dos mujeres se asomaban al iPad de Ramo­na, donde una “oportunidad” gigante estaba en exhibición. Durante el año previo, se vio después, miles de usuarios de OpenTable habían dicho que no había asientos disponibles en Park Tavern. A menudo, las personas intentaban reservar mesas con mu­cha anticipación. Pero el restaurante del Weinberg ofrece sólo un vistazo a los próximos 30 días. “Algunas personas quieren reser­var con dos meses de anticipación”, explicó Ramona. “¡Muy bien! Hagámoslo a 60 días para nuestros tres restaurantes”, dijo Wenger. Al día siguiente, Ramona llevó su cuenta de Uber al límite, recorriendo San Francisco de un lado a otro visi­tando cafés, bares y restaurantes. En un pub hípster, Bar Agricole, Ramona dejó saber al propietario Thad Vogler que 37% de las reservaciones se hacía a través de un móvil, en comparación con 32% de otros establecimien­tos similares. Vogler sonrió como si acabara de sacarse la lotería. Su restaurante había estado haciendo un gran esfuerzo en redes sociales, explicó, y ahora sabía que había fun­cionado. “Este tipo de información es infinitamente valiosa”, dijo. En teoría, OpenTable podría enviar a analistas de datos a los res­taurantes para compartir la misma información, pero Grant Parsamyan, jefe de Inteligencia de negocios de OpenTable, se estremece ante la idea. Él es un hombre fornido que prefiere usar camisas a cuadros en el trabajo. Aunque disfruta de la alta cocina, admite ser deslumbrado por la manera en que los grandes res­tauranteros proyectan su autoridad. “Yo no sería efectivo en absoluto si intentara hacer lo que hace Shaw­na”, reconoce. Cuando los restauran­teros descartan el análisis de OpenTable, Ramona gana su sustento. En una reciente visita a Town Hall, un restaurante de San Francisco que se especia­liza en cocina sureña estadounidense, Ramona y un colega, Denise Capobian­co, sugirieron que el gerente del restaurante Bjorn Kock no estaba haciendo lo suficiente para atraer a grandes grupos. Kock refutó: “Nuestro diseño no se presta a una gran cantidad de mesas grandes”. Los grupos grandes toman demasiado tiempo en terminar, explicó. El torrente de órdenes simultáneas saturan la cocina. Además, la disposición angulosa y larga de su restaurante haría de las grandes mesas algo tan inoportuno como una roca en medio de un arroyo. “Yo no quiero eso en nuestro comedor.” Ramona no se rindió. “Entiendo tu punto”, dijo. “Pero, ¿qué tal si ex­perimentan los domingos, cuando el tráfico es más ligero? Podrías ofrecer una reservación de 10 lugares a las 5:00 pm. Eso no forzaría la cocina. Podría ser un negocio extra que no conseguirías de otra manera.” Kock asintió con la cabeza. “Eso podría funcionar. Estoy totalmente dispuesto a jugar con esa posibilidad”, dijo. Y así, la revolución digital se propaga un poco más, gracias al código mágico sobre el cual corre OpenTable y a las habilidades interpersonales de una graduada de letras inglesas.

 

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