¿Qué podemos hacer los economistas para asegurarnos de que la nueva revolución industrial no conduzca a una mayor desigualdad?     El crecimiento económico es muy dependiente de las transformaciones tecnológicas y sus implicaciones en acumulación de capital social, humano y físico. Todo parece indicar que en los próximos 20 años presenciaremos una revolución total en la producción y que esperamos pueda ser acompañada de mayor crecimiento económico, de la misma forma que la revolución industrial lo hizo en el siglo XIX y principios del XX. Esta nueva revolución industrial es la de la robótica, la impresión en 3D, el big data y las energías limpias. Los estudios de Karl Frey y Michael Osborne, de la Martin School de la Universidad de Oxford y la Universidad de Lund, muestran que en los próximos 20 años cerca de 47% de los empleos actuales serán remplazados por alguna forma de automatización. Esta realidad inminente nos obliga a preguntarnos: ¿Ese crecimiento económico será incluyente? ¿Qué podemos hacer para asegurarnos de que no conduzca a mayor desigualdad? Esta transformación en la forma en que producimos, y seguramente en la forma en que consumimos, implicará un reto para la sociedad mundial en la creación de nuevos empleos en nuevos sectores. En este propósito, el Estado tendrá un rol fundamental: crear políticas progresivas que en un ambiente de cambio acelerado puedan aminorar las fuertes desigualdades y asegurar un estándar de vida digno. Profesores como Tyler Cowen, de la Universidad George Mason, aseguran que es imposible vencer la dinámica del mercado, que la desigualdad es una conclusión inevitable del progreso técnico y de la economía de mercado. Por otro lado, profesores como Alan Manning, de LSE, tienen visiones totalmente opuestas: la desigualdad nunca es deseable y el rol del Estado es adaptarse rápidamente a estos cambios para combatirla; después de todo, el progreso no es del todo real, sino compartido por la mayoría. Manning, en mi opinión, tiene razón: la desigualdad es un impedimento al crecimiento económico, y fuera del ámbito de la economía es un detrimento en términos de justicia. Pero en lugar de discutir el argumento en sus términos económicos, me gustaría proponer una especie de experimento de pensamiento: Partiendo de la premisa previamente mencionada sobre los empleos que serán remplazados por alguna forma de automatización, mucho se ha escrito sobre los empleos del futuro, sobre las profesiones que están en riesgo, sobre la productividad y su relación o no con los salarios, sobre la necesidad de un rápido reentrenamiento de la fuerza laboral para poder transitar a otros sectores, principalmente el de servicios (el argumento del desempleo estructural), es un extraño ludismo del siglo XXI. Me gustaría plantear qué podría implicar una realidad así para los que solemos hacer estas recomendaciones, los economistas, quienes usualmente hablamos como espectadores lejanos de estos fenómenos. Supongamos que nos encontramos a finales del siglo XXI. Ya hemos pasado por la famosa Singularidad a mediados del siglo, lo que implica inteligencia artificial igual o superior a la humana; hemos resuelto nuestros problemas energéticos aprovechando la inagotable energía de nuestro sol o alguna forma de generación de energía como la fisión nuclear; la pobreza quizá ya no sea un problema demasiado serio tras lograr los objetivos del milenio de Naciones Unidas, y quizá la desigualdad no sea tan grande. Después de todo, siguiendo el impacto de las ideas de economistas como Thomas Piketty, e ignorando las de Tyler Cowen, hicimos algo por controlar el incremento de la desigualdad. ¿Cómo sería esta sociedad automatizada, en un mundo postescasez? En un mundo con reducido trabajo humano, políticas públicas como el ingreso universal serían efectivas. No existiría intercambio entre ocio y trabajo como los economistas de hoy solemos caracterizar decisiones en el mercado laboral. Así, sin duda, seguiríamos las ideas del filósofo Bertrand Russell: usaríamos nuestro abundante tiempo libre para enriquecernos con conocimiento y placeres estéticos. Una sociedad así sería parecida a la de Star Trek, un tanto comunitaria, y algunos podrían decir aburrida, pero en términos de bienestar, inmejorable. En dicha sociedad, ¿cuál es el rol de un economista? A la economía tradicionalmente se la define como el estudio de la forma en que individuos, organizaciones y Estados toman decisiones para administrar recursos escasos. Sin recursos escasos, como es la situación de esta sociedad utópica, ¿qué función desempeñaría un economista? Partamos del supuesto de que en esta sociedad hipotética aún existen niveles reducidos de pobreza, pero que sólo aquellos que no pueden adaptarse absolutamente a nada caen en ella. Una primera alternativa es que la economía y sus profesionales desaparecerían como otras tantas profesiones y empleos lo hacen durante las grandes transformaciones tecnológicas. Si esto pasa, ¿qué sería de nosotros? ¿Podríamos hacernos maestros de matemáticas o estadística? ¿Tendríamos la importancia que gozamos hoy en día en el terreno de las ideas? Posiblemente terminaríamos dependiendo del Estado y su seguridad social para sobrevivir y continuar discutiendo de forma interminable cómo llegamos a eso. Otra alternativa es que quizá la ciencia económica evolucionaría para ser algo como la “psicohistoria”, la profesión ficticia que inventara Isaac Asimov en las novelas de la fundación. Quizás el economista de fin de siglo sea un gran analista de datos, utilizando sus herramientas para pronosticar acontecimientos en el muy largo plazo y encontrar patrones que otros no ven; el triunfo de la economía de la complejidad. Pero tras la singularidad, la inteligencia artificial probablemente hará eso mejor que nosotros. La psicohistoria no parece un campo muy prometedor para el economista del siglo XXII, después de todo. En otra escena quizá, y lo más realista es que la economía tenga que volver un poco a sus orígenes en la filosofía moral, como una ciencia reflexiva sobre la sociedad en su conjunto, y no sólo sus actividades productivas, no sólo en los modelos, sino en problemas reales encontrando los límites del mercado. En cualquier caso, los economistas necesitaríamos de políticas progresivas para llevar una vida digna, pues si lo dejamos enteramente a las fuerzas del mercado, la sociedad anterior, casi utópica, nos condenaría a la pobreza sin alternativas. ¿Acaso los más ortodoxos entre nosotros renunciarían a la seguridad social para vivir según el mercado, aunque esto implique ser los únicos pobres del planeta? Volviendo a la realidad, los economistas ya estamos haciendo justo esto último: cada vez más abandonamos nuestros elegantes (y útiles) modelos matemáticos, lo que Ronald Coase llamaba economía de pizarrón, y nos concentramos más en hacer estudios empíricos, en emplear datos; nos internamos en mecanismos reales del funcionamiento de la sociedad y en encontrar las fallas en nuestra estructura económica para mejorarla. Cada vez más aceptamos el rol del Estado en intervenciones de política pública para cambiar la sociedad. Un amigo, un brillante economista teórico, no hace mucho tiempo me decía que todos los que estudiamos economía lo hacíamos en el fondo porque queremos cambiar la sociedad, construir algo mejor. Si algunos de nosotros continuamos atrapados difundiendo las virtudes de la estructura actual, sin aceptar sus costos y sus fallas, como por ejemplo el irracional miedo al aumento de los salarios mínimos en México, entonces estaremos dejando atrás el intento de cambiar al mundo y sólo perpetuando su fallido statu quo. Tenemos que aceptar que la economía y sus “leyes” no son leyes de la naturaleza y siempre pueden cambiar, pues son el producto de normas, costumbres y arreglos siempre mutables.     Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @DiegoCastaneda     Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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