Día del trabajo-03 Oficios en extinción: Todos en la calle de Donceles lo conocen como Casitas. Salvador Casas es uno de los últimos retocadores de fotografía con aerógrafo. Él afirma que la tecnología ha avanzado, pero siempre habrá quien tenga cariño a las fotos antiguas.   Video: Julio Hernández Basta preguntar en una tienda de fotografía del Centro Histórico para obtener una referencia de Casitas. Ése es el apodo de don Salvador Casas, uno de los últimos retocadores de fotografías con aerógrafo. Tiene 63 años. Durante los últimos 40 se ha dedicado al retoque y restauración de fotografías y fotoesculturas, desde el retoque de una foto impresa en papel hasta fotos antiguas impresas en lienzos coloreadas al óleo. En el pasado, dice, había muchísimos retocadores que podían hacer magia con las fotografías. Hoy calcula que apenas quedan seis, pero confía en que mientras existan fotografías impresas y gente con apego a esas imágenes, seguirá existiendo la oportunidad de dedicarse a retocarlas. “Es difícil saber cuánto tiempo más durará este oficio, pero mientras exista el ser humano va a querer retratarse. Hay cuatro necesidades básicas del hombre: se viste, se calza, come y se retrata, eso decía mi papá. Mientras exista el ser humano, trabajaremos con el cariño de las personas a esos retratos”, dice. La tecnología no juega a favor de sus previsiones. Pese a que la industria gráfica representa un mercado de 13,800 millones de dólares -según la Asociación Nacional de Industriales y Distribuidores de la Industria Gráfica (Anidigraf)-, las fotografías impresas son cada vez menos comunes, y los retoques suelen hacerse, cada vez más, de manera digital. “Antes había poca técnica y más talento. Ahora puede haber muchísima más tecnología, pero hace falta talento. La computadora ayuda, pero aquí el color rojo lo puedo conseguir combinando colores; en la computadora, todo son botones. La tecnología me encanta, pero en la cuestión artística prefiero usar esto”, dice mientras muestra cómo funciona su aerógrafo.
Todo empezó con la fotoescultura En su taller, en Donceles 88, hay una imagen peculiar: es un torero cuyo busto está tallado en cedro, la cara está coloreada sobre una fotografía. Se trata de una fotoescultura elaborada por su padre, quien le enseñó el oficio de retocador en un taller con olor a cedro y a cigarros Delicados. “La verdad es que yo fui un joven muy rebelde. Traté por varios lados buscar el camino de la vida; la pintura me dio respuestas, en este camino me sentí bien. El retoque es parte artístico y parte empresarial. Lo aprendí de mi papá, pero ya estaba grande. Él tuvo 45 años como retocador.” En 2011 falleció Bruno Eslava, el último tallador de fotoesculturas, y con él desapareció el ofició que antecedió a lo que ahora se dedica Casitas. Las fotoesculturas han sido reconocidas como obras artesanales legado de la cultura mexicana. En 1989 se incluyeron piezas de Bruno Eslava en un par de exposiciones en el Museo de Arte Moderno y el Palacio de Bellas Artes, y para 1991 se montó la exposición panorámica La Historia de la fotoescultura, en el Metro Zócalo. Sin embargo, ya no hay quien siga con el oficio. “Ya no hay talladores. Mi compañero y yo todavía hacemos restauraciones de fotoesculturas. Se restaura la ropa y el rostro, pero ya nuevas fotoesculturas no se puede hacer”, dice Casitas.   Un poco de trabajo… y mucho arte Para Salvador Casas, hay rostros que inspiran, que hacen que el trabajo sea una recompensa y que le permiten dejar algo de sí mismo en las fotografías que restaura. Hay otros que tienen carácter de urgente y deben quedar listos pronto. La principal satisfacción de Casitas es seguir haciendo lo que le gusta y poder vivir de ello. Sigue siendo un rebelde. “Me gusta el oficio; creo que no podría dejar de hacerlo. Cuando hay trabajos bonitos, siento una satifacción muy hermosa, una energía extraña; necesito seguir sintiendo eso. Una cosa es lo económico  y otra que le tiene uno amor al oficio.” La jornada laboral debe durar alrededor de 8 horas. Si el retocador pasa más tiempo trabajando, los colores se resistirán a salir. Cada trabajo de restauración puede costar entre 350 y 400 pesos, poco menos si se trata de un detalle pequeño. Don Salvador realiza un promedio de diez trabajos cada semana. Con lo que sale debe cubrir sus gastos; el pago de su compañero, quien también se llama Salvador; la renta de su taller, y el alimento de Salvador, su gato regordete que le hace compañía en la jornada. “Sí hay un gran impacto de lo digital. Un tiempo hubo económicamente un declive, porque esto escaseó un poco. En este edificio tuve que entrar de portero, para lo de la renta. Actualmente algo sale. Lo importante es que está uno trabajando con lo que a uno le gusta. Económicamente tal vez no está tan bueno, pero hago lo que me gusta.” Don Salvador no piensa en retirarse. Dice que no tiene pensado dejar de trabajar, pero que sabe que el momento llegará. “Es real que llegará el momento en que ya no esté. Hay que recordar que la muerte está presente para vivir bien hoy.” Don Salvador conserva una fotoescultura como muestra del legado de su padre, pero ante la pregunta de cuál será su propio legado, afirma que quiere ser recordado con mucho amor. “Dejar un trabajo con mucho amor, con arte, un trabajo del que siento que no sólo dejo los colores: dejo el sentimiento. Me gustaría que me recordaran así. No sólo soy retocador, soy humano.” Oficios en extinción es una serie de historias sobre los guardianes de oficios que están siendo reemplazados por la tecnología, conoce a los otros protagonistas de esta serie elaborada por Forbes México.  Don Ernesto, el impresor que intenta sobrevivir a la tecnología El hombre que lucha por conservar el tiempo

 

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