Sin la apertura a la religiosidad de los ciudadanos creyentes, México está desaprovechando una fuerza de activismo social que sería un elemento importante para el fortalecimiento de las comunidades.   Por Germán Martínez Martínez*   La democracia, idealmente, debe incluir una diversidad amplia de voces sociales. La realidad es que muchas de ellas son excluidas del debate público con argumentos contradictorios. Una de las voces ausentes en países como México es la de la experiencia religiosa. Las pruebas en este sentido pueden empezar con el hecho de que una afirmación como la que acabo de hacer encuentra reacciones de descalificación tanto hacia las que serían las posiciones de quien así se expresa, como por asumir que los desplantes declarativos de algunos representantes de la alta jerarquía de la iglesia católica equivalen a una participación relevante en la vida pública del país. No es así: no hace falta ser devoto para defender la participación social y política de los religiosos sean laicos o miembros de la clerecía, católicos o de cualquier otra iglesia o religión; ni las declaraciones estruendosas son la contribución que la parte religiosa de la sociedad puede hacer. Por supuesto, es necesario que se trate de una participación que conozca los límites de la democracia, es decir, cabe que hablen a favor de su moral, no que la impongan. Cumplido ese requisito, esta presencia es tan defendible como lo son los derechos de grupos sociales como los discapacitados, los niños, los homosexuales o los jóvenes. Desde el siglo XIX, con la Ilustración, ha circulado con fuerza la creencia de que a mayor educación disminuiría la religiosidad. El paso de más de 100 años ha comprobado que esa suposición es sólo un acto de fe. En esto el marxismo coincidía al declarar su aversión al “opio del pueblo”. Los hechos son que aunque se habla de la disminución de la religiosidad en el mundo los cristianos son la comunidad más grande de creyentes en el mundo con 2,200 millones de seguidores (seguidos por 1,600  de musulmanes y 1,000 de hindúes). Además, hoy mismo, en China se presenta una adopción significativa del cristianismo. Abundan casos que muestran la vitalidad de los fieles. Polonia es una nación católica. En Cracovia, algo de lo primero que llama la atención es ver monjas en casi cualquier punto de la ciudad. Al principio de julio fui a la Iglesia Dominica del centro de Cracovia. No se trata ni de una joya arquitectónica, ni de un santuario especial. Me sugirieron ir a la misa de las 20:00, diciéndome que así vería la devoción de los estudiantes, a quienes está dirigida esa misa. Pero me advirtieron que no esperase ver mucha gente, pues el periodo académico había terminado y buena parte de los estudiantes habrían dejado la ciudad. Lo primero que llamó mi atención fue la cantidad abrumadora de gente que salía en punto de las ocho de la misa previa. Después, a pesar de lo que se me había dicho, fui viendo cómo se llenaban no sólo las bancas centrales, sino que los asistentes empezaban a desplegar sillas, llenar los pasillos, ocupar una escalera. La iglesia estaba completamente llena (al parecer, cuando hay clases la gente está en misa apretada como en transporte público). Vi parejas de jóvenes, mujeres y también muchachos llegando solos, desde los del aspecto más introvertido hasta los de la apariencia más ruda; además de cuando menos tres enfermos o discapacitados. Se dirá, con razón, que Cracovia acaso no sea el mejor ejemplo, pues probablemente se cuente entre los lugares del mundo con más muestras públicas de devoción. Sin embargo, el hecho es que, aún si no es al mismo nivel, una participación igualmente entusiasta se puede observar tanto en países católicos como México, como en países secularizados como Gran Bretaña, por no hablar de la asistencia a las iglesias en Francia, país laico por excelencia. Basta abrir los ojos para descubrirlo, a pesar del cliché que reza que las iglesias se están vaciando. La religiosidad, con o sin educación, ocupa un espacio importante en la vida de muchos seres humanos. En México, no obstante, además de las leyes que siguen limitando los derechos de los religiosos, hay un ambiente de debate público en que expresar fe o hablar desde ella es descalificado como un elemento primitivo concerniente sólo a la vida privada y, hay que decirlo, se ve como un estigma de una supuesta falta de racionalidad. Llegamos incluso a la esquizofrenia de políticos que, en privado son devotos, y en público realizan malabares dialécticos en vez de evidenciar sus creencias; para no hablar de la izquierda que sigue intelectualmente en el materialismo al mismo tiempo que saca provecho de la obra de la teología de la liberación y de las comunidades eclesiales de base. Hoy, la esfera política evade la perspectiva religiosa incluso en los asuntos que tienen una dimensión ética, llamando respeto a tal posición, cuando tal práctica no pasa de ser un silenciamiento. Lo peor es que tal debate defectuoso tiende a reproducirse también en los ambientes culturales e intelectuales. Sin la apertura a la religiosidad de los ciudadanos creyentes, en México se está desaprovechando una fuerza de activismo social que sería un elemento importante para el fortalecimiento de las comunidades, más allá del asistencialismo. La experiencia religiosa en México, cuando aprendamos a dialogar democráticamente con ella y desde ella, será una de las piezas que completen el rompecabezas. *Académico del Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad Iberoamericana   Contacto: Twitter: @PrensaIbero www.ibero.mx [email protected]  

 

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