En Francia, tres personas asesinan a una docena. Imagina lo que podrían hacer 10,000 occidentales entrenados, ideologizados y con pasaporte de primer mundo, ése que les da acceso a cualquier país del orbe sin levantar sospechas.   El 11 de septiembre de 2013, el presidente ruso Vladimir Putin advirtió a Estados Unidos que un ataque sobre Siria desencadenaría una oleada de terrorismo o, mejor dicho, de terroristas; fue en una editorial en The New York Times. En aquella ocasión, Putin le hablaba a la sociedad estadounidense y le recordaba que si bien Occidente y Rusia no tenían las mejores relaciones, algunas vez fueron aliados y vencieron juntos a los nazis. Al final, Putin detuvo la invasión que hubiera abierto de par en par las puertas de las milicias islámicas radicales que hoy pelean por derrocar al régimen de Bashir al-Asad. Un mes después, el diario británico The Times informaba que al menos 10,000 mercenarios luchaban en Siria. Incluso el propio presidente sirio, Bashir al-Asad, dio a conocer que en su país operaban mercenarios provenientes de 29 países. Ya en diciembre de ese mismo 2013, la ministra del Interior de Bélgica, Joelle Milquet, y su homólogo francés, Manuel Valls, daban a conocer en una conferencia de prensa conjunta que más de 2,000 mercenarios europeos se encontraban en las filas de los grupos radicales opositores al gobierno sirio. Desde Bruselas, ambos ministros advirtieron del peligro que representaba que jóvenes europeos se unieran a grupos terroristas en Siria, y calificaron el asunto como una amenaza potencial para Europa. Este 7 de enero, la amenaza se hizo realidad cuando dos presuntos mercenarios franceses, con experiencia de combate en Siria a lado de las milicias radicales islámicas, asesinaron a dos guardias de seguridad y un grupo de cartonistas de la revista Charlie Hebdo, famosa por su crítica ácida e irreverente, sobre todo en materia religiosa, pues no sólo se burlaba de las posturas del islam, sino del cristianismo y otras tradiciones espirituales. La sociedad occidental se escandalizó, y nosotros como gremio nos entristecimos. Hace tiempo que la libertad de expresión se encuentra bajo fuego, le es incómoda a los terroristas, a los narcotraficantes, a la clase política, los grupos radicales y a todo tipo de mafias. Pero también está bajo fuego de parte de sus empleadores, no es –al menos que yo sepa– el caso de Charlie Hebdo, pero sí de cientos de periodistas en todo el mundo que no cuentan siquiera con un salario fijo, y de contarlo es miserable, lo cual también se convierte en un acto de terrorismo empresarial. Como todo fenómeno, el atentado del 7 de enero en París es multifactorial; sin embargo, la derecha occidental ya señala con dedo flamígero al islam, y con ellos, cientos de personas con escasa información y formación se creen que una religión es el enemigo de la sociedad abierta, abonando a la islamofobia que se vive en el mundo desde los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos. Sin embargo, esta oleada terrorista, estos “guerreros santos” –como se proclaman a sí mismos– no son una creación del islam, sino de Occidente, del balance de poder entre potencias y de intereses económicos que arrasaron con gobiernos laicos en Medio Oriente. Para hacerlo patrocinaron a fundamentalistas del islam (éstos son los islamistas, gente que pretende instaurar una dictadura teocrática). Nada de esto es conspiranoia. Tanto Al Qaeda como el Estado Islámico crecieron gracias al intervencionismo de Estados Unidos, y ellos lo han reconocido. Ahora es muy seguro que en estas operaciones también hayan intervenido naciones europeas; no olvidemos que durante la época del colonialismo, Europa, principalmente España, Inglaterra y Francia, se repartió el mundo, y los dos últimos aún siguen jugando sus cartas debajo de la mesa, a veces ya sin conocimiento profundo del terreno que pisan. De ahí que en 2013 Vladimir Putin haya movido todas sus piezas e incluso haya amenazado con una tercera guerra mundial si la OTAN o cualquier alianza atacaba Siria. No era tanto que protegiera a Al-Asad, sino que intentaba contener el fundamentalismo que le hubiera explotado en su zona de influencia, y que hoy avanza peligrosamente. Desde entonces, el grupo conocido como Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) ha matado decenas de personas, secuestrado y violado mujeres (árabes musulmanas y cristianas), decapitado públicamente a periodistas occidentales y demás atrocidades a lo largo de Siria e Irak. El 7 de enero, la guerra que Occidente lanzó contra el Medio Oriente tocó tierra europea, golpeó una parte sensible, emblemática: la libertad de expresión. Justo en el país donde Voltaire dijera: “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo.” El ataque vulneró la parte más fundamental del Estado, y esto, su obligación de proteger la libertad, de evitar que el más fuerte o mejor armado someta al resto; en otras palabras, de proteger a unos de la agresión de los demás. Una cosa debe quedar clara: la agresión no fue un ataque externo. Como sucedió en Estados Unidos con el famoso caso del Unabomber, los atentados eran internos. Los hombres que dispararon y mataron a 12 ciudadanos franceses, también son franceses. De acuerdo con la policía están vinculados con Al Qaeda y es posible que hayan recibido entrenamiento en Siria. Por lo tanto no se trata de un choque de civilizaciones –que es una idea planteada hace 10 años y que ya ha sido revisitada–. Se trata, sí, de un grupo de personas con una visión antisistema, que considera que se debe cambiar el actual modelo, y que como contrapropuesta proponen un Estado islamista, y la forma para cambiar el statu quo que han elegido es de las más antiguas: la violencia. Una violencia que además aplican a quienes consideran están oprimiendo a un pueblo o movimiento libertador. Su lucha se está expandiendo en Medio Oriente, y mientras tengan acceso a recursos y armamento seguirán creciendo, con una variable: si le hacemos caso a las cifras de 2013, hay 10,000 combatientes de 29 países que pueden regresar y cometer actos terroristas o armar células. Total, como vimos, se necesitan tres personas para asesinar a una docena y hacer que todos en el planeta estemos hablando de ello. Imaginen lo que podrían hacer 10,000 occidentales entrenados, ideologizados y con pasaporte de primer mundo, ése que les da acceso a cualquier país sin levantar sospechas.     Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @Sur_AAA     Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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