Nunca una batería había sido filmada de manera tan vibrante, y el jazz, en una de sus variaciones más accesibles, sonado así de pegajoso.   Uno de mis recuerdos más significativos de la universidad es el primer texto que entregué en la clase de redacción, desarrollado con el convencimiento de estar redactando al nivel de un premio Nobel y la seguridad que sólo la adolescencia puede dar. Cuando la tarea me fue devuelta noté cómo el color rojo la cubría de cabo a rabo; fue entonces que el profesor apuntó que calificaba con tinta roja para que notáramos cuánto hacíamos sangrar las hojas. Mis ideas no sólo no eran interesantes sino que estaban mal estructuradas. La imagen del rojo inundando la hoja fue suficiente motivación para hacerlo mejor la próxima ocasión, esforzarme por no ver otra tarea sangrando. Sirva la disertación personal como introducción a Whiplash – Música y obsesión (Wiplash, 2014), una película sobre un joven baterista deseoso de volverse relevante y los sacrificios necesarios para conseguirlo. La cinta es, además, un retrato sobre una de las etapas más románticas de la existencia, ésa donde creemos que el mundo gira alrededor de nosotros y no es otro pedazo de minerales rebotando por la galaxia. Así, Whiplash es, al mismo tiempo, un emocionante relato sobre lograr el éxito personal y una anacrónica narración sobre las formas de lograrlo. Para Damien Chazelle, director y escritor de la película, la única forma de alcanzar la relevancia –musical o personal, no importa– es forzándola y abandonar todo lo demás. El talento necesita estar ahí, pero no es suficiente tenerlo para disfrutar de él, como esa manipulada historia sobre Charlie Parker y el platillo que casi golpea su cabeza, causante directo de la grandeza de dicha leyenda del jazz, según la película. En una de las mejores secuencias, nuestro protagonista, Andrew (Miles Teller), queda varado en una aburrida cena familiar donde los logros académicos y deportivos de otro par de jóvenes son enlistados como si de una tabla periódica se tratara. Cuando Andrew es comparado con ellos, el muchacho estalla, sus contrapartes están buscando una vida cualquiera, llena de lujos y comodidades sí, sin embargo irrelevante para la historia de la humanidad. Él prefiere morir lleno de heroína y pobre si ése es el precio por alcanzar el estatus de leyenda que vivir hasta los 90 años para morir obeso por un infarto al miocardio. Es un mensaje algo anticuado que pasa a segundo plano gracias a las cualidades formales de la cinta. Nunca una batería había sido filmada de manera tan vibrante, y el jazz, en una de sus variaciones más accesibles, sonado así de pegajoso. Utilizando encuadres ajustados y una edición trepidante, Chazelle logra que, como el personaje, no haya otra cosa en nuestra mente que un par de baquetas percutiendo los parches de una batería. Por un momento dejamos de cuestionar el método de enseñanza de Fletcher (un intenso J. K. Simmons soltando algunos de los mejores insultos de la historia del cine) porque queremos que Andrew triunfe, su victoria es la de nuestras románticas proyecciones. Una vez pasado el furor y la energía, la lógica regresa a la mesa. Cuando los fuegos artificiales terminan sólo queda ese molesto olor a pólvora y la nada. Los costos del camino son explorados por Chazalle, aunque nunca pasan de ser más que una anécdota, una tarifa necesaria para llegar a la cima de la montaña. En Cara de guerra (Full Metal Jacket, 1987), un sargento del ejército de Estados Unidos presiona al límite a sus reclutas con el único objetivo de convertirlos en la máquina de guerra perfecta, en la mejor versión de sí mismos, sólo para comprobar que cuando el mecanismo llega al tope sólo queda explotar. Las ilusiones no sobreviven a los estallidos.   Contacto: @pazespa [email protected]   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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