Es obvio que la salud actual del sistema financiero mexicano, aunque muy satisfactoria, no significa que su futuro esté libre de peligros de origen externo.   Por Everardo Elizondo*    A cuatro meses de su inicio, el gobierno de Enrique Peña Nieto ha logrado mover una serie de reformas atoradas durante muchos años en la agenda de la política (y económica) nacional. Con ello, de golpe, ha conseguido un asombroso cambio favorable en la percepción de observadores y analistas. Las perspectivas se otean ahora a través de una lente no sólo más clara, sino incluso de aumento. Todo ello, siempre sobre la base de un reconocimiento de la solidez de los llamados “fundamentales” de la economía; esto es, en lo principal, la disciplina fiscal y la estabilidad monetaria. Hay otros aspectos positivos dignos de mención, entre los que destaca la situación del sistema financiero mexicano. En efecto, dada la inquietante frecuencia de malas noticias relacionadas con la banca en otros países –la muestra más reciente es el espantoso episodio de Chipre– resultan notables el crecimiento y la fortaleza de las instituciones financieras de México. Por ejemplo, en febrero de este año el crédito bancario al sector privado mostró un incremento nominal superior al 12%, lo que deja en términos reales una expansión relativa dos veces más rápida que la del PIB. De hecho, resulta oportuno recordar que a raíz de la crisis de 1994-1995, el cociente crédito/PIB se desplomó, hasta llegar a 5.5% allá por el 2000. A partir de ese mínimo, se ha registrado una recuperación gradual, interrumpida sólo por las reverberaciones temporales de la Gran Recesión mundial. En 2012, la fracción referida se aproximó a 15%. Algunos comentaristas contemplan la cifra aludida y apuntan con nostalgia acrítica que el dato correspondiente en 1994 fue superior a 30%. Es relevante señalar que ese “pico” se alcanzó como consecuencia del desordenado auge crediticio ocurrido durante el quinquenio previo. El boom excedió la capacidad de control de todas las instituciones, tanto públicas como privadas y, como siempre en la historia financiera mundial, bastó un detonante para que terminara en un sonoro crack. El disparador, ya se sabe, fue la devaluación del peso. Sus secuelas inevitables, la explosión de la inflación y el ascenso de las tasas de interés, generaron un aumento abrupto de la cartera vencida, que descapitalizó fatalmente a la banca. Vino luego un proceso tortuoso de rehabilitación que validó, una vez más, la frase clásica de Charles P. Kindleberger (Manias, Panics and Crashes): la banca privada financia el auge y, a fin de cuentas, el fisco financia la crisis (el rescate). El evento, traumático sin duda, dejó lecciones que fueron debidamente aprendidas por los actores. Los banqueros reubicaron a la prudencia como la virtud cardinal de su quehacer. Las autoridades redefinieron y reforzaron su papel como reguladores y supervisores. Y los encargados de la política económica revalidaron la importancia de la estabilidad como meta. No es aventurado sugerir que de todo ello se derivó, en buena medida, la fortaleza que permitió al sistema financiero sortear con singular éxito el temporal representado por la gran crisis económico-financiera de 2009. Por desgracia, el horizonte financiero mundial se presenta extremadamente complicado. Sin embargo, el principal factor de riesgo consiste en la incertidumbre sobre el momento y las consecuencias de la necesaria normalización de la política monetaria de Estados Unidos. Su laxitud extrema ha causado ya muy graves distorsiones. Tarde o temprano, las tasas de interés reales tendrán que regresar al terreno positivo. Entonces, dice Martin Feldstein en un artículo reciente (When interest rates rise, Project Syndicate, Marzo 30, 2013): “Las burbujas reventarán y los precios de los bonos caerán…”, lo que podría causar quiebras de instituciones altamente apalancadas –incluyendo algunos bancos– y desorden en los mercados financieros.

Habiendo sido durante once años miembro de la Junta de Gobierno de Banxico no he resistido la tentación de terminar esta nota con un repaso gráfico a una parte de la historia económica mexicana. Los que demandan con insistencia tasas de interés bajas, a menudo ignoran que son la consecuencia de una inflación baja y estable que, a su vez, es el resultado de una política monetaria que privilegia la estabilidad de los precios. Así ha sido, por excepción, en el pasado reciente en nuestro país. No hay que olvidarlo.

*Everardo Elizondo es profesor de economía en la EGAP-ITESM; fue subgobernador del Banco de México. 

 

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