Estamos en tiempos en los que tenemos que tomar decisiones. Algunas son relativas a la cotidianidad, otras a nuestro entorno profesional, algunas tienen que ver con las formas con las que nos vamos a relacionar con el entorno. No hay claridad, ojalá la hubiera. A veces, el camino parece oscuro y con mucha niebla. Decidir es complejo.

Cuando me invitan a participar como ponente en conferencias o como oradora en cursos cuyo tema es la toma de decisiones algo me transporta a la infancia. Recuerdo a mi madre diciendo que le gustaría tener un telescopio que le permitiera espiar el futuro y suspiraba y perdía la mirada en el techo imaginando lo que pasaría si elegía una alternativa o si se quedaba con la otra. Luego se reía, elevaba los hombros y se decía: pero como eso no existe, no hay otra forma más que decidir. En aquellos días, sin saberlo, mi mamá estaba dictando una de las mejores cátedras de Teoría de la Decisión, como luego les dio por llamarle a muchos expertos.

Saber cómo enfrentar las decisiones más complejas se trata de entender cuáles son nuestras opciones para sacarles el mejor provecho posible. Se trata de extender la mirada y tratar de imaginar el futuro. Alguna vez, Ernesto Weissmann, un consultor argentino que ayuda a empresas como Coca Cola, BBVA, Petrobras, Pfizer y varios gigantes más a tomar decisiones dijo: “Yo creo que en términos de importancia y por el impacto que conllevan, las que tomo con mi esposa sobre cómo educamos a nuestros hijos”, tras pensárselo unos segundos. Lo cierto es que para las grandes decisiones y para las pequeñas, para las trascendentes y las cotidianas, el juego es el mismo y las instrucciones pocos las conocen.

A todos nos ha pasado, anhelamos tener ese telescopio que quería mi madre porque eso significaría tener certeza de lo que sucederá a partir de nuestras elecciones. Llega un momento en el que quisiéramos un método con el que pudiéramos enseñar a decidir.  Y es que, en general, se decide muy mal, tanto en las grandes empresas, como en proyectos de emprendimiento y en la vida personal. Nos gustaría tener a alguien que nos ayudara y estuviera cerca; que sirviera de auxilio y nos guiara en los momentos que definen los rumbos. Especialmente, en estos instantes en los que se tiene la oportunidad de redefinir el rumbo de negocios, mercados y del mundo en general o de la vida en particular.

Sin embargo, da miedo observar cómo las grandes empresas de bienes y servicios usan procesos que creen que son muy robustos para decidir y luego los desestiman para tomar decisiones en formas irreflexivas. Asusta ver cómo la gente se avienta alegremente al precipicio sin haber justipreciado sus alternativas.  Ayudar a decidir no es hacerse cargo de esa responsabilidad, es trabajar en conjunto con la gente para ayudarles a que ellos decidan. Es decir, estructurar un sistema, ordenarlo en etapas, brindarle confianza a quien lleve la batuta, ofrecerle claridad y, de esa forma, la decisión se toma de la mejor manera. Y, sobre todo, hacer entender que a pesar de todo eso, la variable riesgo estará presente siempre.

Tomar decisiones inteligentes y ágiles puede definir el futuro de las compañías, pues es parte de la innovación y los riesgos en los que se van a sumergir. Esa es una de las lecciones que debe aprender: impulsar a las nuevas generaciones a tomar decisiones para alcanzar objetivos, que tengan un propósito definido e impulsar la eficiencia en el proceso de toma de decisión. Hoy, gracias a los avances digitales, las personas tienen una cultura que fomenta que la gente se anime más a participar: su forma de trabajo, más segmentada que los modelos piramidales, permite mayor rapidez en el proceso y podemos aprovechar esas ventajas.

Es por eso que, empresas como Uber, Waze, Facebook y Google lanzan con mayor rapidez sus productos y dan la impresión de moverse a mayor velocidad que otras grandes firmas. Tienen dos grandes virtudes: escuchan a sus clientes y ponen atención a su equipo de trabajo y sobre esta base sólida, toman decisiones. En cambio, hay otras empresas se quedan en el camino, en su propia zona de confort, abrazando su ceguera de taller y no arriesgan en los momentos clave, dejan pasar oportunidades y, con ellas, alejan la oportunidad del liderazgo.

Dejar de decidir mata lentamente a la empresa, al proyecto y a la persona. Los que quieran evitar el riesgo paralizándose se están arriesgando más. Hoy es riesgoso no arriesgar: seguir haciendo lo mismo es el camino a la obsolescencia. Pero, cuando nos ofrecen recetas magníficas para tomar decisiones, recuerdo el telescopio del futuro de mi mamá y me da por sospechar. Evidentemente, hay métodos que en realidad, son mejores prácticas que pueden ser útiles.

Cuando se trata de tomar decisiones con implicaciones importantes, Ernesto Weissmann habla de las mejores prácticas para tomar decisiones: analiza múltiples factores, los cuales se podrían resumir, a grandes rasgos, en los siguientes pasos:

  1. Entender el objetivo de la decisión: Quien decide debe tener claro el propósito de lo que busca con su decisión, pues los objetivos son muchos. Todas las decisiones deben tener un fin, si no hay tal, tampoco hay una alternativa posible.
  2. Los caminos posibles: ¿Cuáles son las opciones para llegar a ese fin? Las empresas típicamente tienen ahí un gran desafío, pues normalmente hacen lo que les ha acostumbrado su zona de confort, pero esa es la constante a repetir las mismas acciones y complicar el camino a la innovación.
  3. Los riesgos: Se trata de la incertidumbre que cada alternativa conlleva. Entender bien los riesgos y analizar sus implicaciones es el tercer punto en importancia.
  4. Generar planes de contingencia: Se trata de una o varias estrategias en caso de que la decisión culmine en un mal escenario, de forma que el daño sea controlable.
  5. Elige. Momento de decantarse por la mejor alternativa. Aquí se conjugan elementos como la información, las herramientas, la implementación, el recurso humano y la anticipación a los problemas.                 

  Referirnos a métodos y mejores prácticas no implica, necesariamente caminos fáciles para seguir. Implica no tener miedo de internarnos en la dificultad de un sendero porque tenemos un mapa que nos puede guiar. Evidentemente, el mapa no nos va a avisar sobre todos los posibles peligros que se pueden enfrentar, no puede alertarnos sobre eventos climáticos o prevenirnos sobre adversidades inminentes. Pero, eso es mejor que ir sin mapa. 

Los métodos y las mejores prácticas no son un remedio en contra del riesgo, podríamos traer el GPS más actualizado y poderoso del mundo que nos lleve a un callejón sin salida. Lo que sí se puede lograr, es disminuir el porcentaje de posibilidades de toparnos con una sorpresa desagradable. Se trata de encontrar formas que nos ayuden a decidir en forma ágil, sin paralizarnos, sabiendo que nos podemos topar con eventualidades. Y, justamente al entenderlo, estar preparados para tomar caminos alternos. No es el telescopio de mi mamá, porque eso, no existe.

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Blog: Las ventanas de Cecilia Durán Mena

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