Hace nueve años que México y el mundo vio con estupor la masacre de 72 migrantes en San Fernando, en Tamaulipas. De ese entonces a la fecha, la entrada de centroamericanos por la porosa frontera del sur de 1,149 kilómetros no ha dejado de cesar. Tampoco han cambiado las denuncias de violaciones a los derechos humanos hacia los centroamericanos en su paso por el país. Y tampoco es noticia la impericia de los gobiernos para proteger a su población que huyen de contextos de violencia, inseguridad, desigualdad y pobreza. Lo que parece nuevo, sin embargo, es el cambio de estrategia de los migrantes centroamericanos hacia su camino a Estados Unidos, quienes antes trataban de pasar inadvertidos por el territorio mexicano y ahora buscan visibilizarse, algo que se acentúa con las redes sociales.

Desde 2017 se advirtió un aumento significativo de solicitudes de refugio de migrantes centroamericanos y, solo un año después, vimos una suerte de éxodo de personas provenientes principalmente de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. En los últimos meses de la pasada administración, Peña Nieto enfrentó el preludio de la retórica de Trump ante el ingreso inusual de migrantes, quien vio en esta coyuntura una oportunidad política, cuando lo mismo amenazaba con cancelar el NAFTA, que enviar fuerzas militares a la frontera.

La administración de López Obrador, con la promesa a cuesta de cambiar la forma de gobernar bajo el modelo neoliberal, fue prontamente confrontada con el dilema migratorio y las presiones del vecino del norte. ¿Se puede tener una buena relación con Estados Unidos y controlar al mismo tiempo la migración centroamericana en territorio mexicano sin criminalizarla? La respuesta del gobierno mexicano ha sido de claroscuros a lo largo de los meses. Y es que los migrantes centroamericanos han enfrentado lo mejor y lo mejor del país, de sus autoridades y de la ciudadanía. El gobierno federal sigue reiterando que la nueva política exterior atiende las causas de la migración forzada como son la pobreza y la inseguridad, a través de proyectos productivos regionales, y en junio de 2019 anunció 40 mil empleos para migrantes.

Todavía a finales de 2018, la mitad de los mexicanos apoyaba a la caravana migrante, según Consulta Mitofsky, pero las siguientes caravanas han despertado reacciones racistas y xenófobas en la sociedad mexicana. La poca capacidad operativa y un sistema de asilo sorprendido por el numero récord de solicitudes recibidas desde que se tienen registros en 2001, han desbordado las estaciones migratorias. Mientras más tiempo pasa, el gobierno federal también está enfrentando el malestar de los estados fronterizos, que se han convertido en puntos de estadía forzada para los migrantes.  

La determinación de usar la Guardia Nacional para contener a los migrantes está teniendo un costo político para el presidente que todavía no se alcanza a ponderar. El tratamiento a las caravanas migrantes ha sido aprovechado para señalar los desaciertos del gobierno federal, y ahora se dice, con cierta simpleza, que el dicho de Trump de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas nunca fue una amenaza creíble. 

Ante un fenómeno tan complejo como el migratorio se requieren estrategias integrales y en el horizonte lo que más se le acerca es el Plan de Desarrollo Integral para el Salvador, Guatemala, Honduras y México, presentada por Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, en mayo de 2019. Esta iniciativa impulsada por López Obrador es tan ambiciosa como frágil, en tanto que depende de los recursos de la comunidad internacional, principalmente de Estados Unidos. Con Donald Trump al frente de esa nación, el futuro del Plan y de la política migratoria tiende de un hilo.

 

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