Cuando se piensa en Centroamérica, por lo regular viene a la mente una región homogénea e integrada. Esta representación del istmo en el imaginario colectivo fue generada durante décadas por los gobiernos de la zona, sobre todo desde que los países del triángulo norte iniciaron su independencia de México a principios del siglo XIX. Sin embargo, la región ni es homogénea ni está del todo integrada, e incluso, hay que decirlo, algunos de los países, sobre todo los que han estado más cerca del crecimiento económico en los últimos años, prefieren que no se les vincule con Centroamérica. “Es que Panamá es otra cosa. Nos relacionan más con el sur latinoamericano y solemos pensar diferente”, me comentó un ejecutivo hace algunos días. Y los mismos comentarios he recibido en anteriores ocasiones de líderes de otros países. Lamentablemente para quienes piensan así, más allá de las fronteras mentales y las diferencias culturales y socioeconómicas, que las hay, los países de la región tienen una íntima conexión territorial que une al norte de Latinoamérica con el sur, una realidad que, tal vez, solamente una catástrofe natural podría modificar. Sí, las diferencias entre unos países y otros son evidentes en algunos aspectos. Echemos una mirada tan sólo al índice de desarrollo humano de la ONU, que considera variables como PIB per cápita, expectativa de vida y escolaridad, entre otros indicadores. Mientras Panamá y Costa Rica tienen un índice alto, con un puntaje de 0.780 (lugar 60) y 0.766 (69), respectivamente, El Salvador está en 0.666 (116), Nicaragua 0.631 (125), Guatemala 0.627 (128) y Honduras 0.606 (131). ¿Vale la pena seguir cultivando la idea de una integración centroamericana cuando el futuro de estos países en el corto y mediano plazos parece estar determinado? Sí. Ya organismos como la Cepal han dado cuenta, a través de trabajos como “La integración centroamericana: beneficios y costos”, cómo la región podría beneficiarse, por ejemplo, de generar un sistema de aduanas común que agilice el comercio; de difundir y compartir prácticas democráticas; de una lucha común contra la corrupción; del esfuerzo de consolidar políticas jurídicas que ofrezcan certidumbre; de impulsar infraestructura de conectividad regional para un desarrollo compartido, y de la promoción compartida de iniciativas sustentables. Yo añadiría otros aspectos clave en que ya algunos de los países centroamericanos son exitosos y reconocidos al menos en Latinoamérica: la estandarización de prácticas de facilitación empresarial (en que Panamá es líder), de gestión del talento humano (en que Costa Rica sobresale), de formación de ecosistemas emprendedores (en que Guatemala tiene mucho que contar) y de configuración de cadenas productivas locales y regionales (El Salvador podría compartir excelentes casos de éxito). Sí, mucho de estos temas ya forman parte del trabajo que desde 1991 viene realizando el Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), pero como los propios empresarios de la región comentaron el pasado mayo en el Foro Forbes Jaguares de Centroamérica, que tuvo lugar en El Salvador, no alcanza con lo hecho y “hasta la propia palabra integración ya parece desgastada y limitada de tanto usarse”. Es casi inverosímil que los países de la Alianza del Pacífico (México, Colombia, Chile y Perú), pese a estar a miles de kilómetros de distancia uno de otro, generen rutas compartidas para los turistas internos y en bloque vayan a traer turistas chinos con buenos resultados, y que una región con tanta diversidad y bellezas naturales como Centroamérica no trabaje en algo similar o en un proyecto que ponga a la región en el futuro, como un tren bala que conecte a países e impulse la economía en su conjunto. Otra vez, sí, cada país de Centroamérica tiene sus propios rasgos y peculiaridades, pero un trabajo conjunto real entre gobiernos, academia e iniciativa privada puede acelerar su carrera rumbo al desarrollo, en lugar de que cada país siga creando sus propias fortalezas y fronteras mentales.

 

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