En la época de la posverdad nos han contado muchas mentiras. Algunas son invenciones inocentes que no tienen trascendencia, otras son tonterías piadosas que se dicen por quedar bien o salvar la situación, pero están las que son falsedades que parecen ciertas y corren como si tuvieran alas en los pies y tienen consecuencias terribles. Uno de los efectos de amplio espectro es el que causan los liderazgos debilitados por una falsa concepción, una complacencia absoluta al qué dirán y una falla en la toma de decisiones y en la implementación estratégica.

Parece un sinsentido y en cierta forma lo es. Un liderazgo débil lo ejercen personas que estando en una posición en la que deben dirigir no saben hacerlo, no encuentran la manera de dar rumbo o no saben comunicarse con eficiencia. Los liderazgos débiles se encuentran en muy diversos escenarios. De acuerdo con la encuesta que periódico New York Times llevó a cabo 2016, los votantes en Estados Unidos hubieran preferido tener una tercera alternativa para elegir presidente. Al presentarles las alternativas entre Donald Trump o Hillary Clinton, más del diez por ciento de los votantes dijeron que preferían abstenerse. No obstante, en aquellos años para sorpresa del mundo, Trump llegó a la presidencia y la que creímos que sería la primera presidenta en llegar a la Casa Blanca no lo logró. La debilidad se asocia con la falta de popularidad y la insatisfacción.

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Lo que sucede en política se repite en el mundo de los negocios. La falta de aprobación genera frustración. Un líder débil no es confiable, genera altos niveles de estrés, disrupciones, cambios de rumbo, en fin, inestabilidad. La debilidad de liderazgo se forja en muchos sentidos por esa necesidad terrible de quedar bien en todo momento y lugar con todo el mundo. Eso es imposible. Nadie somos monedita de oro para caerle bien siempre a nuestros subordinados, especialmente cuando se trata de imponer disciplina, gestionar sanciones y exigir resultados.

Hay problemas que requieren mano firme, hay situaciones en las que es necesario tomar el timón con fortaleza para que el barco no vaya directo a la tormenta. Por supuesto, existen instrucciones que no se deben ni se pueden consensuar. Se da una orden que se debe de ejecutar sí o sí y no hay forma de esperar que todos los miembros del equipo estén de acuerdo. Ni modo. Un líder no se puede debilitar porque de esa forma le resta fortaleza al equipo en su totalidad.

Pero, una de las mentiras que nos hemos tragado es que los liderazgos se deben de ejercer buscando la aprobación antes que los resultados. Eso no es posible. Al decidir, habrá beneficiados y también estarán los que salgan perjudicados. Aquel que prometa que maravillas y que jure que con su gestión cada uno saldrá siempre bien parado está mintiendo. Un líder no puede tomar decisiones con las que todo el mundo esté contento, pero las toma porque tiene una perspectiva más alta y busca conseguir mejores resultados que aporten al beneficio común.

Desde los primeros teóricos de la administración, el liderazgo se ha sustentado en la división jerárquica. En las organizaciones, la jerarquía es un sistema de escala ordenada y subordinada según el criterio de mayor a menor. Este orden significa que uno tiene que dar instrucciones y otros las tienen que acatar. Entre los diez principios de administración que propuso Henri Fayol, están tanto la jerarquía como la disciplina. Uno de los errores que debilitan el liderazgo se comenten cuando no hay claridad y consistencia al aplicarlos. 

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La disciplina y la jerarquía son tan importantes porque son los cimentos de las estrategias que nos llevan a conseguir nuestras metas. Sin una administración estratégica, los proyectos y las empresas van dando palos de ciego. Claro que es posible dar en el clavo y eso sería una serendipia. Muchos lo han hecho así, hay gran cantidad de ejemplos de burros que tocaron la flauta, es verdad. No obstante, las probabilidades apuntan a que será más complicado llegar a la meta, más caro de conseguir resultados y más tardado. Por lo tanto, un liderazgo débil es un costo adicional a las operaciones y un elemento que disminuye el margen de maniobra y resta utilidades.

La fortaleza del liderazgo necesita ejercerse. De poco sirven la preparación, el entusiasmo, las ideas si no somos capaces de aterrizarlas y de ejercerlas. Un jinete que va montando un caballo y no sabe manejar las riendas, está desperdiciando su montura. Si se jala demasiado los correajes, se lastima al animal y hasta se puede poner de manos tirando al montador; si se deja la rienda demasiado suelta, el animal pierde dirección o se queda parado o no entiende qué es lo que se requiere que haga. Lo mismo pasa cuando una persona que está al frente de un equipo de trabajo no sabe darle dirección al equipo con el que debe de trabajar. 

Los liderazgos débiles muestran incapacidad para evitar el caos. Uno de los principales propósitos de la administración es justamente impedir el desorden, es decir, busca propiciar la armonía. Un liderazgo débil es el que no entiende cuál es el rumbo y por ello no encuentra el modo de armonizar a su equipo. La debilidad o la fortaleza de un líder no se trata de tonos de voz o de sonrisas bobas. Un líder débil puede ser muy agresivo, gritón y malhumorado. Un líder fuerte sabe combinar la amabilidad con el rumbo y la disciplina.

Un líder débil es aquel que no entiende el privilegio que le da su posición y por ello, hace mal uso. La debilidad se sustenta en los cimientos endebles de la mala comunicación. Hillary Clinton no supo darle seguridad al electorado estadounidense en el momento en el que tuvo la oportunidad de ser elegida. El elector o el consumidor que no encuentran razones para convencerse de las propuestas, el colaborador que no le cree a su jefe, hunde las posibilidades de éxito del líder, pero la responsabilidad de generar certezas, de dar rumbo para conseguir resultados es siempre del que está a la cabeza.

Un líder es como el conductor de un autobús que va lleno de pasajeros. Si el chofer va concentrado en seguir el camino y con las manos firmes en el volante, los viajeros irán felices y sabrán que llegarán sanos y salvos a su destino. Por otro lado, si el piloto va platicando con todos, deja de ver el sendero, pregunta a todas horas si lo va haciendo bien, cambia de velocidad, ritmo y rumbo con cada crítica, los acompañantes empezaran a temblar, se comerán las uñas y cuando tengan oportunidad, se cambiarán de autobús y buscarán otro en el que no peligre su llegada.

En la época de la posverdad, nos han tratado de vender que los liderazgos deben ser populares y en vez de ello se han transformado en procederes populistas que dan muy malos resultados. No sé si en su momento Hillary Clinton hubiera sido una mejor o peor opción, lo que queda claro es que su liderazgo se percibió débil. Así como lo vemos en la política, sucede en los negocios. Lo que es verdad, es que una complacencia absoluta al qué dirán resulta en una falla en la toma de decisiones y en la implementación estratégica. Los liderazgos débiles salen muy caros.

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