El papel del Estado se ha extendido en las últimas décadas, tanto como se ha extendido el espectro de poder sobre diversos ámbitos; expandiendo la idea de que el Estado tiene injerencia en la decisión sobre lo bueno y lo malo, es decir, haciendo las veces de un arbitro moral.

Dado que el Estado no es un absoluto, no puede ser la fuente de la moral que rija a su población. En otras palabras, no es tarea del Estado definir lo que es bueno, pues al hacerlo, implícitamente se acepta su capacidad para poder ajustar a modo, aquello que es definido como bueno (como estándar de comportamiento aceptable, es decir como precepto moral).

 Mientras la popularidad y legitimidad del gobierno cae vertiginosamente amenazando la estabilidad y existencia de conceptos modernos como la república y la democracia, nuestras instituciones pierden capacidad para garantizar la verdadera libertad del ciudadano y, tal como lo afirmaba Hobbes; el Estado hace uso de su capacidad represora, incluso para definir lo que es bueno, lo que no lo es, lo que es diferente y lo que debe ser minimizado.

Parece entonces que en un entorno de emergencia sanitaria, los discursos neopopulistas recientemente escuchados buscan resaltar que, para mantener el poder es necesario ser eje rector de la moral, dictar decálogos y desafiar las verdades científicas con el objetivo de mantener una campaña electoral insostenible y potenciar una decadente presencia mediática.

Así entonces, la reflexión nos lleva a un dilema ético: ¿es el presidente capaz de entregar un país mejor que el que recibió desde el púlpito? La respuesta es no.

La desolación económica no es la única que nos debe preocupar, debemos regresar a los básicos de la ética (no de la moral) en la política interna. A la búsqueda de la verdadera pacificación/reconciliación nacional.

El mundo del siglo XXI debe ser el mundo del sentido humano, pues es la deshumanización lo que nos ha llevado a la crisis más estructural de las instituciones. El fracaso de un proyecto político claramente no se mide en relojes de miles de dólares, pero sí en falta de congruencia, en dobles discursos y en sinsentidos.

Sin embargo, la solución para la regeneración del tejido social y del desarrollo de un humanismo renovado; no es la oficialización de la moral. Ni lo será nunca la normalización de la pobreza, ni la propagación de los rezagos con fines clientelares.

La moral, que se refiere a las reglas de conducta aplicadas en un contexto cultural específico; es un factor extrínseco a las capacidades del Estado. Tratar de oficializar las conductas dentro del ámbito nacional, implica la transgresión del Estado en el ámbito de las normas de comportamiento, la educación, las tradiciones, la cultura y la misma cotidianeidad. Y si de por si la imposición de la moral desde el Estado es un acto vil, el intento de una imposición así en un contexto como el que atravesamos hoy en día es, además de vil, ruin.

El sentido paternalista del actual gobierno toma forma de puritanismo trasnochado, que resalta la necesidad de tener injerencia en el ámbito moral como un grito desesperado de aprobación y de generación de dependencia. Discurso que no solo daña a nuestras instituciones sino que pone en riesgo la coexistencia entre grupos sociales al interior del territorio nacional; y por supuesto, habilita al Estado para emitir juicios acerca del actuar del individuo, lo que por ende pone en riesgo las libertades individuales y genera un ambiente represor e impositivo.

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