Con hechos como los de Boston, el mundo entero ha experimentado un fortalecimiento del rol de la policía, los ejércitos y los servicios de inteligencia, en la búsqueda de seguridad total. ¿Y los derechos humanos?   Después 12 años, Estados Unidos vuelve a respirar ese aire de terror y pánico que experimentó durante los terribles ataques del 11 de septiembre: las bombas que explotaron durante el maratón de Boston el pasado lunes, despiertan inevitablemente el amargo recuerdo de esos días de miedo y inconsolable tristeza, que no sólo América, sino el mundo probó frente a ese exceso de odio y esas incomprensibles muertes. Cada ataque terrorista tiene el maligno objetivo de sembrar terror a todos los niveles de nuestra vida cotidiana. La falta de límites del terrorismo, que sean temporales, geográficos, éticos o económicos es su clave de éxito: todos sabemos que la pesadilla que vivió Boston podría repetirse en cualquier momento, en cualquier ciudad del mundo, contra cualquiera estructura civil. La primera regla del terrorismo es romper todas normas, también las más primordiales de la virtud humana. Por cierto, este clima tenso de inseguridad perpetua y vulnerabilidad extrema ha llevado muchos gobiernos a considerar nuevamente el estado de su seguridad, incrementando las medidas legislativas al fin de proteger a sus ciudadanos frente a la amenaza terrorista. En búsqueda de un control total y una seguridad ilimitada, el mundo entero ha experimentado un fortalecimiento del rol de la policía, de los ejércitos y de los servicios de inteligencia. Al mismo tiempo, se han creado redes de colaboración policial a nivel internacional, sobre todo en materia de información e intercambio de datos. Sin embargo, mientras el sueño de un sistema de seguridad infalible parece una meta utópica, el intento de perseguirlo genera mayor inseguridad, mayor conflicto, mayor psicosis colectiva y una evidente pérdida de libertad y democracia. Como dijo el ex Secretario General de la ONU, Kofi Annan, el riesgo más temible es que los derechos humanos se conviertan en “daños colaterales” a la guerra al terrorismo.   Ningún lugar donde esconderse Ya desde el 11 de septiembre muchos gobiernos adoptaron varias medidas operativas y legislativas para fortalecer sus sistemas de seguridad:
  • Se reforzaron los mecanismos judiciales
  • Se amplió el marco de investigación
  • Se armonizaron los procedimientos policiales antiterroristas en la mayoría de los estados occidentales
  • Se incrementó el uso de videocámaras y de tecnologías para el reconocimiento de los acusados.
  Hoy en día nuestras vidas públicas y privadas están bajo vigilancia, sea que estemos haciendo compras con nuestras tarjeta de crédito, enviando un correo electrónico, caminando por la calle o hablando por teléfono. Los sistemas de vigilancia y grabación se han convertido en instrumentos claves para el buen éxito de las investigaciones policiales, hasta hacerse una presencia normal, perfectamente integrada e inevitablemente intrusiva de nuestras calles. Sin embargo, por lo mucho que nos cuesta aceptarlo, a pesar que todos estamos completamente monitoreados, nuestra seguridad sigue sin garantías.   Libertad y seguridad: ¿dos conceptos antagónicos? Sociedades democráticas y liberales como la nuestra no pueden prescindir de la defensa de libertades civiles fundamentales, como el derecho a la privacidad o las libertades de expresión, de religión y de asociación. El nuevo contexto global y la proliferación de amenazas difícilmente controlables han introducido un nuevo enfoque en la gestión de la seguridad publica, que amplifica el concepto mismo de seguridad: el terrorismo global, las armas de destrucción masiva, la guerra cibernética incrementan nuestro miedo y, como consecuencia, nuestras expectativas hacia el trabajo de la policía, del gobierno, del sistema judicial y hacia el castigo que pretendemos contras los criminales. La hodierna obsesión con el tema de la seguridad es un arma a doble filo. A nivel personal, vivimos presos por nuestra ansiedad: limitamos nuestras vidas por el miedo excesivo que tenemos hacia potenciales peligros. No sólo desconfiamos de alimentos, correos, aviones, estaciones de trenes o aeropuertos, sino convertimos a las personas que pertenecen a grupos sociales, religiosos o étnicos diferentes en amenaza. El terrorismo psicológico a que nos condenamos alimenta racismo, xenofobia e islamofobia. De hecho, inmediatamente después que las bombas estallaron en Boston, explotó en el país una fuerte reivindicación conservadora de una reforma restrictiva de las leyes de inmigración, aunque en ese entonces la identidad de los terroristas seguía desconocida. De la misma forma, en nombre de esta sagrada seguridad, los gobiernos hacen guerras, bombardeos, ataques y redadas, convierten las fronteras en barreras intransitables, gastan gran parte del dinero público en seguridad, olvidando las calamidades sociales y humanitarias que destrozan sus pueblos. Cuando se entra en la dimensión de la seguridad, no se necesitan ulteriores justificaciones para reaccionar, tampoco cuando eso daña las libertades individuales.   ¿Cuál compromiso? Como en una ecuación de proporcionalidad inversa, el actual modelo con el que perseguimos un mayor nivel de seguridad genera una sensible restricción de nuestras libertades civiles. No obstante, nuestros gobiernos intentan perseguir ambas políticas, rechazando paradójicamente el evidente antagonismo que existe entre garantizar máxima seguridad y máxima libertad. Nuestra libertad es sacrosanta, es cierto. ¿Pero quién se atrevería a privilegiar la libertad cuando surgen temas como la pedofilia, la trata de personas, los ataques terroristas que asesinan a gente inocente? Todos estamos de acuerdo: la difusión de crímenes monstruosos e inaceptables necesita respuestas firmes. Un alto nivel de seguridad no sólo es deseable, sino una necesidad que los gobiernos tienen que garantizar. Sin embargo, el deseo de lograr un nivel absoluto de seguridad es pura ficción, ya que la imposibilidad de determinar con certidumbre las acciones criminales y terroristas es un factor connatural de esos ataques. Nuestras sociedades se basan en un concepto de seguridad completamente unidimensional, enfocado en la integridad física de las personas y sin tener en cuenta la seguridad de las mismas dentro de los sistemas legales del Estado, es decir, sin considerar los pilares de la democracia. De hecho, perder de vista la seguridad jurídica significa perjudicar la seguridad y la libertad personales: una sociedad que permite descuidar los derechos humanos en situaciones irregulares, pone en riesgo el objeto mismo de su estrategia de defensa, es decir, la libertad de sus ciudadanos. Aunque seguridad y libertad parezcan irreconciliables, no nos encontramos enfrente a un aut-aut, una elección exclusiva. Existe un compromiso conciliador: el principio de proporcionalidad. Las medidas adoptadas deberían ser proporcionales a la amenaza para garantizar su legitimidad misma, deberían contemplar limites, por ejemplo, temporales, que permitan revisar las medidas de seguridad cuando la amenaza percibida haya disminuido. En el momento mismo en que condenamos con odio y horror los ataques terroristas, empezamos una lucha no sólo física, sino intelectual: declaramos guerra a la lógica que subyace a esos intentos criminales, es decir, a sus intentos de desestabilizar nuestros valores y ponernos en un estado de miedo perenne. Yo creo que defender nuestras sociedades significa in primis defender nuestra civilización y sus nobles bases liberales.     Twitter: @AureeGee

 

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