Por David Calderón Ya nos acostumbramos a que el final del mes de abril se caracterice por ofertas de golosinas y juguetes en las cadenas de tiendas, por alta concentración y demanda en cines y parques de juegos mecánicos, y por los peculiares festivales… desde el “bailable” que genera emociones mixtas, pasando por payasos que se creen más divertidos de lo que en realidad resultan, hasta auténticos momentos de recreo y gozo compartido. No es, el 30 de abril, una fecha que se acostumbre en todos los países; de hecho, fuera de México es más frecuente que el festejo se realice el 1 de junio o, bien, el 20 de noviembre. En todo caso, siempre estamos a tiempo para celebrar y siempre es oportuno tomarnos en serio nuestra responsabilidad de conocer, respetar y promover los derechos de niñas y niños. En el largo camino de la humanidad hacia sí misma, los niños y las niñas van siendo más y más visibles. En buena parte del mundo ya no se les considera legalmente como propiedad de sus familias o del Estado; se les resguarda de tratos crueles e inhumanos; se enuncia que tienen derechos y requieren de una protección especial. Como todas las generalizaciones, ésta tiene lamentables excepciones; no sólo en algunos países la guerra, el desastre natural, la hambruna o el caos político desmienten el “Interés Superior de la Infancia”, es decir, que todos los adultos del planeta deban anteponer los derechos de los niños y niñas a cualquier otra consideración, sino que al interior de la mayoría de los países todavía hay reductos de abuso y desvalimiento, de exclusión y de negación de los derechos. Pero de nuevo, ha de reconocerse cómo hemos avanzado un largo trecho desde los encendidos discursos de Eglantyne Jebb, la iniciadora de Save the Children, allá en la década de 1920 para comprometer a las potencias guerreras de Europa a que no se tolerara que los niños fuesen combatientes o víctimas directas en los conflictos armados, o desde los juiciosos pero apasionados artículos de María Montessori, por esas mismas fechas, para recordarnos que los niños no son el “pasado” de los hombres, sino nuestro futuro, y que de su desarrollo armónico y sereno depende la prosperidad y la armonía de las sociedades. Ambas mujeres, junto con otros líderes –unos reconocidos y otros anónimos– prepararon el terreno para que los tratados internacionales, las convenciones y las constituciones de los países incorporen los derechos de los niños y el principio del Interés Superior como normas publicadas y vigentes. Ahora lo que nos falta es llevar a pleno cumplimiento esos altos propósitos. En el caso de nuestro país, los logros son muchos, sin que los pendientes dejen de ser apremiantes. Más de la mitad de la joven generación, de cero a 15 años de edad, viven en pobreza; casi cinco millones en pobreza extrema (UNICEF-Coneval 2015). Ya es gravísimo que la pobreza sea condición de nacimiento y arranque, pero peor –si cabe– es el riesgo de convertirse en situación constante y compañera fatal de la vida entera si las posibilidades de desarrollo de las personas se malogran. Por ello, si hubiese que escoger un punto crítico de intervención a favor de niñas y niños en México y el mundo es la educación. No sólo es un derecho a recibir servicios educativos –a tener un lugar seguro y amable para realizar actividades cotidianas, con adultos responsables y comprensivos, con materiales adecuados y que despierten su curiosidad y convoquen al desarrollo de su potencial–. El derecho a la educación es además el derecho a activarse, a generar, a producir las propias nociones, ensayar soluciones, colaborar con otros, lograr las capacidades de expresión y consolidar estrategias de decisión. El derecho a la educación es, centralmente, el derecho a aprender. De nuevo, en el texto nos falta un poco más de precisión y claridad, pero ya estamos encaminados. La reciente reforma (2013) al artículo tercero de la Constitución señala con solemnidad que el Estado mexicano debe garantizar que los materiales y métodos, la infraestructura, la gestión escolar y la idoneidad de maestros y directivos deben apuntar al máximo logro de aprendizaje de los educandos. Traduciendo: todo esfuerzo en la educación obligatoria encuentra su correcta verificación y alcanza su propósito si cumple con el derecho a aprender de niñas y niños. ¿De cuáles? De todos, sin excepción, y a cada una y cada uno según su identidad y condición. ¿Y la realidad? Terca para reinventarse, lenta para moverse, rejega e insurrecta para someterse a los dictados de la razón, la dignidad y la evidencia científica. Los adultos hacemos votos para poner a los niños en primer lugar, pero no es raro que olvidemos nuestra promesa y los olvidemos, los dejemos atrás o hasta los atropellemos. El derecho a aprender se cumple de la mejor manera con un sistema sólido de educación pública y el respeto a la libre iniciativa educativa. En ello nos jugamos no sólo y no principalmente la productividad y estabilidad como nación, sino la posibilidad misma de no hundirnos en la insolidaridad, la anomia, la inseguridad y la corrupción. Así que la mejor celebración para este abril, a mi juicio, es refrendar nuestra convicción de que la reforma educativa no sólo es la más viable y la más prometedora de las reformas, sino que es permanente –no tiene caducidad por sexenio o administración–, atiende a la raíz de los problemas y no sólo combate tardía e ineficientemente los efectos y, lo más importante, nos recupera como seres humanos. El grado de civilización de una sociedad no está en el diámetro de sus cañones ni en las tasas de retorno de su economía, sino en la forma en que atiende, respeta y promueve el despliegue de la siguiente generación. Así que más allá de los globos y los pasteles, de las tabletas o las canicas que se regalen este 30 de abril, renovemos nuestro apoyo a que todas las niñas y niños de México tengan las oportunidades que procuramos para nuestros propios hijos.
David Calderón es director general de Mexicanos Primero.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @DavidResortera / @Mexicanos1o Página web: Mexicanos Primero   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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