Con los nuevos términos de las negociaciones con Atenas, Merkel y sus colegas han traicionado los valores fundamentales de la UE y desgarrado el principio de gobernanza justa.   Por Noah Daponte-Smith Después de semanas de negociaciones cada vez más frenéticas entre los políticos y burócratas de Bruselas, Grecia finalmente tiene un acuerdo. Fue negociado, en gran parte, a puerta cerrada por cuatro personas: el ministro griego Alexis Tsipras, la canciller alemana Angela Merkel, el presidente francés François Hollande y el presidente del Consejo Europeo Donald Tusk. Sus términos no tienen precedentes y ya se han ganado comparaciones con el Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial. En los próximos años podríamos mirar atrás y ver al pasado fin de semana como el final del idealista proyecto europeo. En esencia, los líderes de la eurozona –es decir, Angela Merkel y su ministro de Finanzas de línea dura, Wolfgang Schäuble, quien dio la bienvenida abiertamente al Grexit– han exigido que Grecia rinda su autonomía fiscal a cambio de 82,000 millones de dólares (mdd) en los próximos tres años. Es, como dice The Financial Times: “El programa de supervisión económica más intrusivo jamás montado en la UE.” Una breve mirada a los términos deja eso claro. Grecia debe privatizar su red eléctrica, reformar su mercado laboral, replantear la negociación colectiva, permitir la operación de comercios los domingos, desregular las industrias de la leche y la panadería, abrir muchas profesiones cerradas, reformar el sistema de pensiones y fortalecer su sistema financiero, además, por supuesto, a los 13 millones de euros (mde) de austeridad acordados la semana pasada. (Irónicamente, la propia Alemania no permite a la mayoría de sus tiendas abrir los domingos.) En resumen, Alemania exige que Grecia reforme completamente su economía a cambio de fondos de rescate. La cláusula más impactante del acuerdo manda a Grecia vender 50,000 mde de sus activos –el PIB de Grecia es de sólo 257,000 mde– para pagar su deuda. Originalmente, el dinero obtenido por esas ventas sería guardado en Luxemburgo, pero Tsipras logró convencer a Merkel de que se queden en Atenas, en lo que parece ser la única concesión que ganó de la canciller alemana. Y el Parlamento griego debe asentir a todas estas medidas, las de mayor alcance jamás impuestas (este miércoles) a un gobierno nacional. Las implicaciones del acuerdo son crudamente claras: Alemania gobierna la eurozona. Si deseas permanecer en la zona euro, debes jugar bajo las reglas de Alemania. Los alemanes –junto con otros de línea dura de la zona euro, como Finlandia y Eslovaquia– han demostrado que poco los detendrá en esa búsqueda, ni siquiera el gobierno democrático. El hashtag #ThisIsACoup (Esto es un golpe de Estado) se volvió tendencia en Twitter el domingo. Mientras que su redacción es sucintamente simplista, el sentimiento del hashtag es esencialmente correcto. Las demandas de los acreedores con toda probabilidad pasarán en Atenas, pero Tsipras perderá la mayoría de su gobierno. Él no tendrá más remedio que intentar formar un gobierno nacional, lo que probablemente excluirá a Plataforma de Izquierda, la línea izquierdista dura de Syriza, y es casi seguro que tenga que llamar a nuevas elecciones dentro de unos meses. Tsipras podría dejar de ser primer ministro en octubre. La insinuación, si no es que mensaje claro, de Alemania es que Merkel y Schäuble quieren un cambio de régimen. Su desconfianza en Tsipras es bien sabida, en gran parte producto de la ideología radical de su partido y de su decisión de convocar a un referéndum (aunque haya ignorado su resultado). Alemania dice que si el acuerdo no puede completarse sin la caída de un gobierno elegido democráticamente en Grecia, entonces que así sea. Y el acuerdo no sólo privará a Grecia de su autonomía fiscal, sino de su autonomía política. Bajo los términos de los acreedores, cualquier “proyecto de ley en áreas relevantes” debe ser pre-aprobado por los acreedores antes de comparecer ante el Parlamento griego. Tsipras también debe revisar casi toda la legislación que su gobierno haya pasado desde principios de este año para asegurarse que se alinee con los deseos de sus acreedores. Ya no será suficiente que el pueblo griego apoye una medida fiscal, las mayorías ya no importan, los acreedores deben aprobarlo también. Éste es el fin de la democracia significativa en Europa, sobre todo en Grecia, la cual ha sido sustituida por la hegemonía alemana. Esto es también, en cierto sentido, el fin del proyecto europeo tal como fue concebido originalmente. A pesar de todos sus defectos –su infinita burocracia, su intromisión innecesaria en la reglamentación nacional, su aparente “déficit democrático”– la Unión Europea siempre ha hecho de la democracia un ideal central de su misión. Las aspiraciones para ascender a la adhesión a la UE han desempeñado un papel clave en la rápida democratización de los Estados postsoviéticos, y la UE enlista a la “democracia” y la “igualdad” como dos de sus valores fundamentales. Esta afirmación ya no puede ser considerada totalmente cierta. Lo que la Unión Europea –y en concreto Alemania, ya que el francés François Hollande merece elogios por templar las ambiciones vengativas de Merkel– ha impuesto a Grecia, a través de horas de mano dura e intimidación y una “extensa tortura mental”, asciende a un golpe de Estado. Merkel y sus colegas han tomado acciones que, saben, deben conducir a un cambio de régimen en Grecia. Ellos han traicionado los valores fundamentales de la UE y desgarrado el principio de gobernanza justa. Dejando de lado los aspectos económicos, que siguen siendo turbios e inciertos, el pueblo griego ha sufrido un enorme mal político, lo que el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis llama la “política de la humillación”. La nueva Europa ha terminado, y ahora Europa entrará en una nueva era de su historia. Es dudoso que el proyecto de integración, de la “unión cada vez más estrecha”, vaya a continuar, pero la Europa que ha surgido de este pasado fin de semana de julio tiene, en su esencia, un cambio sísmico. El Reino Unido votará sobre su pertenencia a la UE en dos años; los acontecimientos del fin de semana seguramente aumentarán las posibilidades de su partida. Quién sabe adónde conducirá el futuro de Europa.

 

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