Dentro de los diversos efectos secundarios que nos ha traído la pandemia, está el dilema sobre el manejo que los gobiernos están dando a la información de la población a fin de gestionar el problema sanitario. Ningún gobierno democrático podría tomar la excepcionalidad de estos tiempos para excusar a las autoridades y al sector privado del marco legal para la protección de datos personales. Sin embargo, en tiempos de crisis, la narrativa sobre el derecho a la privacidad parece rebasada por otras prioridades.

El pasado 19 de marzo, el Comité Europeo de Protección de Datos manifestaba su posicionamiento ante la pandemia: la emergencia es una condición legal que podría legitimar restricciones a las libertades siempre que sean proporcionadas y limitadas al periodo de emergencia. El Comité además señala que las normas de protección de datos permiten a las autoridades sanitarias y empleadores procesar datos personales en el contexto de una epidemia sin que haya necesidad del consentimiento de los individuos. La base jurídica para ello sería el interés público. 

A pesar de la recomendación emitida por un Comité, entre cuyas funciones están justamente, la de contribuir “a la aplicación coherente de las normas de protección de datos en toda la Unión Europea”, las naciones de ese continente han encontrado dilemas y tensiones para aplicar criterios comunes sobre la protección de datos de salud de sus habitantes.

Ya desde los atentados de las torres gemelas en 2001, el gobierno de Estados Unidos intensificó modelos de vigilancia a la población. Y luego los demás países. Sin embargo, como nunca vemos con tanta nitidez las posibilidades que la tecnología da a los gobiernos para vigilar a la población, como utilizar la geolocalización para rastrear los movimientos de la gente con el fin de contener el coronavirus.

¿Cuál es número de infectados y dónde están concentrados? Son preguntas que una y otra vez se hacen al gobierno de AMLO, aunque en realidad son dudas compartidas alrededor del mundo. Lo que diferencia algunos países, sin embargo, es la precisión con la que pueden responder esas preguntas. Corea del Sur se apoyó en la tecnología para fortalecer las capacidades del Estado ante las primeras señales de la contingencia. Su gobierno ha sido capaz de contar con información de manera diaria de los contagiados, desde apps en móviles para monitorear a la población hasta el cruce de esos datos con información de tarjetas de crédito o identificación facial a través de los rostros captados en cámaras de vigilancia. China es otro país que ha usado el monitoreo de su población para un confinamiento selectivo.

Pero justo aquí enfrentamos uno de los principales debates que ha abierto la pandemia: trastocar la intimidad de la gente a cambio de ganar una mayor contención de la enfermedad. Para los gobiernos de corte autoritario como China o Rusia tal dilema es inexistente y hasta ahora parecen más capaces de lidiar con el problema, mientras que, para democracias en Europa o Estados Unidos, la percepción de gobiernos débiles y acotados gana terreno junto con las cifras de contagios.

El uso de la información personal por parte de las autoridades en tiempo de crisis sanitaria parece un debate distante en países como México, donde la cultura de la privacidad carece de sentido para el grueso de la sociedad. En medio del desencanto democrático que recorre el mundo, la urgencia de salir de la crisis podría legitimar a los gobiernos a usar mayores controles de la población y endurecer su vigilancia. 

Sacrificar el derecho a la intimidad a cambio de mayores capacidades, reales y percibidas, de los gobiernos para garantizar el derecho a la salud, podría ser una medida que pase sin mayor ruido. Sus consecuencias sin embargo podrían redefinir el orden político. 

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