Hoy, la tecnología nos da la oportunidad de dejar nuestra huella y formar parte de la sociedad de los bits y los bytes, regresándonos del olvido con un simple tecleo para no andar vagando por la red como verdaderos fantasmas digitales.   Por Fausto Escobar S. Es muy difícil que los temerarios, los que aceptan su destino con devota resignación y aquellos que más confían en su suerte lleguen a tener pensamientos fatalistas cuando abordan un avión, aunque seguramente la gran mayoría hemos sentido cierto temor al momento de encontrarnos en medio del océano y a varias horas de nuestro destino, y más todavía si algún accidente aéreo se registró en días próximos con respecto a nuestro viaje. Durante mi último vuelo llegué a sentir ese escalofrío, pero en verdad no supe distinguir la causa principal de ello; pudo deberse a que por esos días, el 24 de marzo, para ser exactos, el copiloto alemán Andreas Lubitz estrelló contra los Alpes franceses un jet A320 de Lufthansa proveniente de Barcelona y operado bajo la marca Germanwings, tragedia que causó la muerte de 150 personas, lo que al final se tipificó como “homicidio premeditado”, y no como un acto suicida, según se especuló al inicio. Las estadísticas no engañan y, conforme a los más recientes estudios del sitio Airline Ratings, es muy remota la probabilidad de que sucedan eventos como el anterior o que se registren catástrofes aéreas, pues –en promedio– suceder sólo un accidente por cada 1.3 millones de vuelos. Mi sentir, sin embargo, no nada más provenía del riesgo de ser protagonista de un evento trágico; pudo ser también producto de dos inquietantes preguntas que de forma repetida se hacen quienes viajan a menudo: “¿Qué pasaría si…?” o “¿Qué haría si me quedaran unas cuantas horas de vida?” Siempre he dicho que tener el control de lo que pueda pasar nos llena de cierta calma, mesura o sosiego, aunque debo reconocer que el segundo cuestionamiento me mantuvo inquieto hasta que volví a pisar tierra. Recordé en aquellos momentos que había dejado pendientes algunas tareas para actualizar mi página web, así como varios posts o mensajes que debía incluir en mis redes sociales (donde trato asuntos de familia, en particular); también pensé que sólo yo conocía la clave de acceso a mis cuentas y –entonces sí– no hubo manera de evitar un escalofriante vacío y un sentimiento incontenible de preocupación. Ya entrados en aquello de los asuntos inconclusos, vino a mi memoria el caso de una mujer que intentó entrar a la cuenta de Facebook de su hijo fallecido en un accidente de motocicleta, allá por el 2005. Siete años más tarde, ella encontró la contraseña de dicha cuenta y contactó a los administradores de la red social para pedirles que la mantuvieran activa, pues tenía la esperanza de conocer más sobre su hijo al examinar los mensajes y comentarios de sus amigos o contactos, pero la compañía había cambiado las claves apenas dos horas después de confirmarse el deceso. La madre presentó una demanda y entabló una batalla legal que duró dos años; finalmente recuperó la cuenta, aunque Facebook nada más le concedió 10 meses de acceso a la página de su ser querido antes de eliminarla de forma definitiva. Este caso en particular propició que en varios países se comenzaran a analizar propuestas para que Facebook y otras redes sociales permitieran el acceso a las cuentas de familiares muertos, reconociendo, de alguna manera, que la información almacenada o compartida en estos espacios es parte de la propiedad de las personas que los utilizan, y no del sitio. Una situación similar se dio recientemente con Google, pues una mujer, bajo el argumento de que su hija nada le ocultaba y le tenía mucha confianza, solicitó a la empresa la contraseña de su hija, quien falleció a causa de una enfermedad terminal. En definitiva, nadie planea irse “de botepronto”, pero los accidentes simplemente suceden y hay que estar preparados, lo cual obligaría a la creación de una base legal en la que se contemple el cumplimiento de voluntades, en especial si se trata de permitir el acceso a nuestra información cuando dejemos de existir.   Hay opciones Por lo pronto, según la política actual de Facebook, las muertes pueden ser informadas mediante un formulario en línea, y cuando el sitio se entera de un fallecimiento pone la cuenta de la persona en una especie de “estado conmemorativo”, eliminando ciertos datos y limitando la privacidad únicamente a los amigos o familiares, mientras que el perfil y el muro se mantienen para que seres queridos puedan, incluso, dejar mensajes de despedida. A principios del 2012, esta empresa presentó también la aplicación If I Die, a la cual se registraron más de 200,000 usuarios en menos de 7 meses; es gratuita, fácil de usar y muy segura, según afirman sus creadores, quienes además recomiendan que las cartas o mensajes a publicar consistan en secretos, fotografías y hasta videos que los usuarios se guardaron por mucho tiempo y que tendrán como destino a tres personas de su elección. Por su parte, Google ofrece una herramienta para que sus clientes digan qué quieren que se haga con sus cuentas cuando fallezcan, incluyendo sus correos históricos y todos sus contenidos, como testimonios, fotos y documentos. En el “Administrador de Cuentas Inactivas” de esta popular plataforma podemos compartir nuestros datos con un familiar o un amigo de confianza, o bien, decidir hasta cuándo nuestra cuenta puede seguir activa y quién tendría la libertad de acceder a ella; también podemos eliminarla por completo y especificar detalladamente lo que deseemos que se haga con toda nuestra información. Asimismo, Google maneja la opción de borrar los datos después de un tiempo de inactividad (puede ser de 3, 6, 9 o 12 meses) o transmitirlos a cuentas de otras personas queridas (un máximo de 10 contactos), también con la alternativa de ofrecer que ciertos contactos se reenvíen a otros servicios. Cabe mencionar que Facebook y Google no fueron las primeras compañías que intentaron resolver el problema de cuentas y archivos de personas que fallecen, como tampoco son pocos los usuarios que han decidido dejar abiertas sus cuentas para que amigos y familiares las utilicen como una especie de “tanatorio virtual”. Y si todo esto se quiere ver desde la perspectiva del negocio, no podemos olvidar a aquellas empresas que desde hace ya varios años comenzaron a ofrecer un servicio de envío de mensajes post mortem a los seres queridos. La firma británica conocida como DeadSocial, por citar sólo un caso, permite a las personas abrir una cuenta y escribir mensajes que serán enviados una vez que éstas hayan fallecido. Dichos mensajes pueden programarse por fechas para que, por ejemplo, coincidan con el cumpleaños de la esposa (y futura viuda), en tanto que la red social se compromete a garantizar el envío hasta en un plazo de cien años. Hay en el mercado algunas páginas similares pero cuyo servicio es gratuito, como Heavenote, del emprendedor italiano Vincenzo Rusciano. Incluso existe una aplicación llamada LivesOn que permite a los usuarios seguir tuiteando después de la muerte.   Cuestión de enfoques Ante tales escenarios, cabría preguntarse a quién le gustaría heredar sus claves o con qué propósito dejaría su “patrimonio” de datos. Las redes sociales nacieron como alternativas tecnológicas de comunicación y, paradójicamente, con el paso del tiempo se han convertido en los receptáculos idóneos de la vida secreta; son sinónimo de intimidad y de propiedad única, así que permitir el acceso a toda esta información sensible podría ser un riesgo si no se calculan las consecuencias o, por qué no, podría ser un excelente legado para conseguir “la inmortalidad digital”. Desde el punto de vista de los sentimientos, considero que al dejar un testimonio de lo que fue nuestra vida o nuestra muerte aletargaríamos el sufrimiento de familiares y allegados, lo cual podría causarles impactos psicológicos irreversibles, más aún si se trata de mensajes suicidas (lo cual rayaría en crueldad), pero a fin de cuentas eso es sólo una opinión personal. Seguramente en algo vamos a coincidir: la gente genera cada vez más información y todos tenemos el derecho de hacer lo que deseemos con ella; ahora toca el turno a las redes sociales acercar a sus abonados las mejores opciones al respecto, en tanto que las autoridades deberán hacer lo propio, agilizando los sustentos legales que permitan resolver la creciente cantidad de conflictos como los señalados al principio. Muy oportuno sería rematar con una contundente frase de Laurie Anderson, compositora, artista plástica y violinista, famosa por sus teorías sobre la tecnocultura y por utilizar el soporte multimedia para sus creaciones: “La tecnología es la hoguera alrededor de la cual nos contamos nuestras historias.” Y añadiría al respecto: prevenir es la fórmula; estar convencidos de lo que queremos hacer es un buen recurso, y aprovechar el inmenso potencial de “la red de redes” es quizás el mejor medio para encontrar la eternidad digital. Hoy, la tecnología nos da la oportunidad de dejar nuestra huella y formar parte de la sociedad de los bits y los bytes, regresándonos del olvido con un simple tecleo para no andar vagando por la red como verdaderos fantasmas electrónicos.
Fausto Escobar S. es Director General de Habeas Data México y HD Latinoamérica.   Contacto: Correo: [email protected]   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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