Por Francisco Guerrero* La corrupción destruye instituciones, erosiona el tejido social, cobra vidas humanas, arruina patrimonios familiares y deja indefensos a quienes deberían ser los principales beneficiarios de la actuación del Estado: los ciudadanos más pobres. Incluso, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, la define como “una de las enfermedades bacteriológicas más dañinas para la sociedad”. Casos emblemáticos recientes, como Odebrecht en 10 países de Latinoamérica, o los escándalos derivados de los “Panamá Papers”, nos ilustran cómo los sistemas económicos y políticos, cuando adolecen de la falta de controles institucionales, de las herramientas adecuadas para la rendición de cuentas, del marco jurídico idóneo y, sobre todo, de una institucionalidad sólida, sucumben ante la tentación de la corrupción. Pero, más allá de este caso, hay una parte cada vez mayor del sector privado que es social y económicamente responsable, que estima que la honestidad es buen negocio, porque, de lo contrario, a mayor corrupción, menor inversión y, por ende, menor crecimiento y mayor pobreza, un ciclo que, en el mediano y largo plazos, es insostenible. Casos recientes de competencia desleal en el sector privado, como los ocurridos en algunas empresas y entidades financieras, nos demuestran que es el propio mercado quien castiga las utilidades de las compañías que realizan malas prácticas, pues no sólo perjudican la libre competencia, sino que distorsionan el papel que desempeña el consumidor en su capacidad de elegir. El combate frontal a la corrupción es un elemento vital de la agenda política actual, por lo que varios países han puesto en marcha importantes esfuerzos. México ha diseñado, con el concurso de la academia y la sociedad civil, su Sistema Nacional Anticorrupción, que incluye reformas profundas a las estructuras del Estado y, tal como dijo el secretario Almagro, “es un primer paso de gran importancia, en virtud [de] que, para generar prácticas políticas saludables, son altamente necesarias [las] instituciones fuertes”. Guatemala, con el apoyo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ha emprendido una lucha frontal y decidida contra la impunidad, en coordinación con la Comisión de Combate a la Corrupción y la Impunidad (CICIG), la cual, junto con el trabajo del Ministerio Público, ha alcanzado recientemente a las más altas esferas del sistema político y económico. Con ello, ha devuelto a la población un sentimiento favorable hacia su sistema de justicia. Honduras, por su parte, con el apoyo de la OEA, creó la Misión de Apoyo al Combate a la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), que, a través de un novedoso mecanismo de cooperación, denominado “colaboración activa”, incorpora a las instituciones de ese país las mejores prácticas en materia de legislación, medidas preventivas, investigación y, por supuesto, en coordinación con la Fiscalía General, persecución de los ilícitos. Fruto de este exitoso modelo, este país centroamericano cuenta con una Ley de Financiamiento y Fiscalización de Partidos Políticos, conocida popularmente como “Ley de Política Limpia”, que combate los flujos de dinero provenientes de fuentes de financiación ilícita, que abarcan desde narcotráfico o grupos delictivos, hasta el mal uso de los recursos públicos, que deben permanecer ajenos a las campañas políticas y a los intereses de los partidos. A partir de esta exitosa experiencia, otros países de “las Américas” evalúan fórmulas similares que fortalezcan sus instituciones y las hagan cada vez más preventivas y menos reactivas, sin descuidar la investigación, persecución y sanción a los autores de los ilícitos. Se debe castigar la corrupción para, así, evitar la impunidad, que genera una lógica sensación de desconfianza sobre las instituciones. Por ello, América Latina tiene un reto crucial: transparentar sus finanzas públicas y sus procedimientos administrativos, rendir cuentas a la sociedad e inmunizar su política electoral cuanto antes, para que la democracia hemisférica vuelva a poner a la gente primero. *Francisco Guerrero es secretario para el Fortalecimiento de la Democracia de la OEA.   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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