A sólo unos días del arranque del mandato sexenal de López Obrador, es necesario contemplar este importante acontecimiento político como el generador de la coyuntura ideal para indagar, a través de una profunda reflexión, dónde estamos parados hoy en día en materia de seguridad, cómo se han plasmado múltiples promesas y expectativas, y cuáles son las realidades a las que actualmente nos enfrentamos. Este sexenio arrancó con un dinamismo importante, a causa de los acuerdos legislativos que se lograron con las ya tan llevadas y traídas reformas estructurales, que prometían quitar los aparentes frenos de mano que impedían un mayor crecimiento de la economía, y que, por lo tanto, de esta manera, podrían generar una mayor y mejor distribución de la riqueza; situación que aspira a ser detentada como un mecanismo de cierre de la brecha socioeconómica que se ha ido arrastrando por décadas. Sin embargo, ante la falta de voluntad política para entrar no solamente a destrabar los temas económicos o legales en cuestiones o sectores tan relevantes como pueden ser el energético o el de telecomunicaciones, se hizo a un lado el procedimiento necesario para fortalecer los esquemas de procuración de justicia, mediante coordinación, inteligencia y operación eficiente. Simplemente, se optó por pensar en forma superficial que, si se lograba un alud de inversiones, el resto de los problemas desaparecerían, y se apostó por seguir utilizando a las fuerzas armadas para temas de seguridad pública. Literalmente, le apostaron a lo que, en algún momento durante la década de los setenta, el entonces presidente José López Portillo, dijo que nos deberíamos “preparar para administrar la abundancia”. El problema es que, ni en aquel momento ni en este sexenio, llegó tal abundancia, al menos no en cuanto a bonanza económica se refiere. Más bien, hubo crisis significativas que terminaron por erosionar la expectativa de, repentinamente, verse rodeados de progreso económico. La realidad pegó, y pegó fuerte, en forma dramática a partir de septiembre de 2014. A unos escasos días de que al ya presidente se le otorgara un reconocimiento en la revista Times de Nueva York como mandatario del año; ni siquiera había regresado cuando se destapó la crisis de Ayotzinapa. Un problema que se quiso minimizar u ocultar, pero lamentablemente puso de manifiesto todo lo que está mal en nuestro sistema de seguridad y de justicia; simulación, opacidad, improvisación e impericia. En lugar de entrarle de lleno al caso para provocar una resolución en la cual se obtuvieran resultados blindados técnica, científica y legalmente, se trató de generar la famosa verdad jurídica que no pudo sostenerse ante los cuestionamientos de cualquier persona que revisaba su trabajo, y particularmente, del grupo de expertos internacionales que se incorporó al proceso de examen respectivo. Además de dichas carencias, lo cierto es que, en gran medida, los problemas surgen y obedecen a una negligencia inexplicable en lo que al período de transición del sistema penal acusatorio se refiere. Dicho periodo duró ocho años, de 2008 a 2016, y generó una bola de nieve en la cual lo único patente era que, con relación al nuevo sistema, se nos había prometido que este generaría resultados mucho mejores que el anterior. La razón principal sería porque atajaría y resolvería muchas de las problemáticas y arbitrariedades documentadas por años. El nuevo sistema traería transparencia, controles, y eficacia en los mecanismos de investigación y procuración de justicia. Sin embargo, a pesar de todo el tiempo transcurrido, a la fecha seguimos sin ver tales resultados. Pero no nos confundamos, el sistema es atractivo y mucho mejor que el anterior de corte inquisitorio. Tampoco debemos regresar a la prisión preventiva oficiosa. La realidad hoy en día es sin embargo que, dado el poco adiestramiento en Derecho, el Sistema Penal Acusatorio aún no rinde frutos. Lo que no se hizo durante ocho largos años, se pretendió suplir en escasos doce meses. El resultado fue obvio, el sistema no funcionó adecuadamente, una cuestión que, a la fecha, nos revela la incompetencia de los que lo operan, o bien, la ineficacia del sistema desde su diseño inicial. Tenemos un vehículo formidable, pero que avanza sin el pilotaje apropiado. Las policías, los ministerios públicos y los jueces no están sincronizados. Por lo tanto, no existe forma alguna de procurar justicia, puesto que las garantías de presunción de inocencia y procesales, les exigen niveles de sofisticación que no pueden producir. Como si lo anterior no fuera suficiente, igualmente empezaron a destaparse, a partir del segundo tercio de este sexenio, y marcadamente en esta recta final, significativos escándalos de corrupción en los tres niveles de gobierno. La imaginación no tuvo límites en cuanto al descaro con el que se dilapidaron los recursos en todos los ámbitos de gobierno. refieren cuanto a licitaciones públicas se refiere, hubo un festín de ligerezas y arbitrariedades. Se idearon esquemas bajo los cuales el recurso público terminaba por no generar ni un solo beneficio a la población, sino un camino directo y sin restricciones a los bolsillos de los que perpetraron la mayor estafa de la que se tenga conocimiento en el México moderno. Escándalos como el caso de Odebrecht, la Estafa Maestra, Casa Blanca, Malinalco, entre otros, marcaron indeleblemente la gestión del aún presidente de la República, una buena parte de su gabinete y algunos gobernadores. Cabe señalar que en este indebido actuar no hubo distinción de partidos, todos le entraron al botín. En la medida en que la impunidad estaba garantizada, el año de Hidalgo empezó, quizá desde el primer día del sexenio, puesto que ya existían rastros que dirigían al suceso de corrupción de Odebrecht y de la participación de Emilio Lozoya. El común denominador ha sido la omisión de acciones concretas, donde no se ha visto ningún tipo de ejercicio de inteligencia financiera, y sí una protección absoluta para evitar merecidas sanciones. La presión social fue tan grande que no supieron cómo actuar frente a los casos de corrupción personificados por Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge. Sin embargo, aún en estos hechos, hay enormes deficiencias procedimentales que parecen haber beneficiado a los procesados o a los que, por el momento, no han sido llamados a juicio, por estar pendiente una orden de extradición, o bien, la resolución de órdenes pendientes. Como se le vea, un ridículo mundial y una desfachatez en ser lo que son hoy, una banda de forajidos encabezados por Enrique Peña Nieto que dilapidaron los fondos públicos en detrimento de la población. Fue ese ingrediente el que fomentó un hartazgo tan grande, que el tsunami electoral del pasado 1 de julio se dio con todas sus consecuencias. El reclamo de justicia es permanente, tanto para exigir sanciones, como resarcir el daño causado, regresando lo que no les pertenezca. Las dos cosas son importantes. Que devuelvan todo lo que se robaron y que los metan a la cárcel.   Contacto: Twitter: @JuanFTorresLand Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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