Bosco Sodi es uno de los artistas más cotizados en el mercado a nivel internacional. sin embargo, considera que el dinero no es el fin, sino un medio para devolver a la comunidad parte de lo que él ha recibido. Sodi nos revela cómo convertir este negocio en un proyecto de futuro que cotice a favor del arte y no del artista.
Por: Carlos López Fe El arte mexicano está en un momento de máxima efervescencia. Todas las miradas de curadores, galeristas y coleccionistas convergen en nuestro país, en un momento en que la feria de arte contemporáneo más importante de Latinoamérica, Zona Maco, rompe récords (más de 48,000 visitantes en la edición de este año) y las mejores galerías de todo el mundo incluyen a una plantilla de artistas mexicanos en su catálogo permanente, al lado de creadores tan cotizados como Jeff Koons, Damien Hirst y Anish Kapoor. Bosco Sodi (Ciudad de México, 1970), sin embargo, no se siente parte de una generación o una camarilla. Su obra ha sido expuesta en Nueva York, Milán, Tokio, Barcelona o Berlín y es uno de los artistas contemporáneos —más allá de etiquetas y nacionalidades— más cotizados en un momento en que prima una tendencia decorativa que choca frontalmente con su propuesta matérica. “Mi obra es como de guerrilla, me siento como un guerrillero a contracorriente que está luchando contra una moda en México, y no sólo aquí sino en todo el mundo, que no sabemos cuánto va a durar. Mi sensación es que a ese tipo de obra le falta sensación, materia. Son obras que necesitan demasiada explicación o son demasiado decorativas y yo creo que el arte debe tener esta cosa de llegar al corazón, al estómago”, explica. Nos encontramos en el despacho de Hilario Galguera, en el interior de una casa porfiriana de principios del siglo XX en la colonia San Rafael, donde Sodi acaba de traer una de sus últimas obras, un enorme lienzo gris que aún reposa en su embalaje de madera, casi una cuna, en la entrada de la galería. Se trata de una obra, como todas las suyas, puramente material, donde se aprecia la mano del artista en la grieta, en el material y en las diferentes tonalidades de la imperfección, que no precisa de ningún tipo de preparación intelectual, sino de un —la definición es del propio Sodi— “approach del alma”. Para él, el arte es una necesidad biológica. “Me acerqué al arte porque ser artista me hacía sentir bien, para mí era una terapia”, recuerda. Literalmente. Era un niño hiperactivo y sus padres le apuntaron a clases de pintura. Hoy sus obras se cotizan en miles de dólares.   Arte y negocio van de la mano. ¿Hasta qué punto consideras que el arte se ha prostituido? Me gustó mucho la entrevista que apareció en Forbes en la que Gabriel Orozco decía que él sin dinero podría lo mismo que hace, lo que es una falacia. Uno no puede evadir esa realidad: hay un mercado, que es una cosa que te puede gustar o no, pero existe y tienes que saber navegar por eso. En mi caso —y en el caso de Gabriel— es una mentira. Obviamente, cuanto mejor te va, más capacidad de producción tienes. Los cubos que llevé a Maco no son una cosa fácil de transportar; eso implica dinero. Ahora, creo que también todo tiene etapas y en esta que estamos viviendo todo es muy rápido y sin mucho fondo. ¿Qué relación tienes tú con el mercado? Trato de estar bastante al margen, pero siempre te acabas enterando de los precios y cotizaciones; aunque trates de estar fuera del juego, terminas metiéndote. Si no te enteras tú, te habla la galería o un coleccionista. Creo que es una cosa con la que hay que saber lidiar y verla como algo externo a tu obra. Y también como algo temporal. Los precios en el arte no pueden seguir tal y como están, es una barbaridad. Tiene que haber una vuelta a la realidad de las cosas. En esta situación, ¿quién tiene la sartén por el mango: el galerista, el coleccionista o el artista? Hay una película de Anthony Hopkins, una biografía de Nixon, donde hay una escena en la que él sale de noche de la Casa Blanca y se va caminando al monumento a Benjamin Frankling en plenas manifestaciones anti Vietnam y, aunque su seguridad llega corriendo, le rodean unos jóvenes y le preguntan: “¿Por qué no paras la guerra?”. Y él responde: “Yo la quiero parar”. Y entonces una chica se le queda mirando y le dice: “No la puedes parar, ¿verdad? Es un monstruo más grande que tú”. Eso es el arte ahora. No hay nadie que tenga la sartén por el mango. Es un monstruo que va avanzando solito. Ya no es el artista, ni el galerista, ni el crítico; es como una bola que va engullendo a todos. Yo lo veo así. Desde tu perspectiva de un artista que está dentro de esa maquinaria, ¿cómo crees que va a evolucionar? Es una pregunta que me hago muy a menudo. Esta estructura de las ferias de arte que hay en cada rincón del mundo no puede seguir: una en Miami, otra en Colonia, otra en México… Vas viajando y viajando para encontrarte lo mismo y a los mismos. A mí me gustaría que hubiera una implosión. Desde hace años, resides en Nueva York. ¿Cómo se aprecia desde fuera la eclosión del arte mexicano? México está en un muy bien momento. El otro día hice la cuenta y hay 20 o veintitantos artistas mexicanos que están en galerías de primer nivel en todo el mundo. Eso nunca había pasado. Es muy buena noticia que surjan nuevas galerías más pequeñas que vayan democratizando ese mundo que hasta ahora ha estado controlado sólo por tres galerías. Está muy bien que haya galerías consagradas, pero también que se abran nuevos espacios y se le dé presencia a los jóvenes. Esa es parte de la identidad de Casa Wabi (la fundación de arte que creó en Puerto Escondido, diseñada por el arquitecto Tadao Ando, que acoge a artistas en residencia), tratar de impulsar a artistas jóvenes que tengan un espacio donde mostrar su obra. ¿Qué relación estableces con los coleccionistas? Muchos de ellos son ya amigos y compañeros de viaje. Tengo mucha suerte en eso porque hay un núcleo duro que son mis cuates y siempre están ahí, van a todas las exposiciones, conocen a mis hijos, vamos a cenar… Son parte de mi familia. Y luego hay también coleccionistas a los que no quieres ni conocer. Aunque es cierto que soy muy despegado de la obra: cuando se fue, se fue. ¿Cómo ha evolucionado el papel del galerista en los últimos años? El galerista hoy está inmerso en todo el concepto de producción. Antes llegabas a una galería, colgabas tu obra y ya. Ahora el galerista es un promotor, un productor, una herramienta de trabajo… El año que viene, organizas dos exposiciones en solitario, una en el Munal y otra en el Museo de Anahucalli. ¿Cómo te enfrentas a las retrospectivas? Tengo un archivo muy completo, con el que tengo ubicada toda mi obra. Además, tengo cinco coleccionistas muy buenos que tienen obra de todas mis etapas. En ese sentido, no he sido muy bueno guardando obra mía. Cuando tengo una retrospectiva tengo que acudir a estos coleccionistas para que me presten cuadros. Eso es parte también de mi trabajo: empezar a ubicar las obras, ir a ver dónde está esta pieza, localizarla y tratar de que el dueño te la preste para la exposición. Así se puede observar la evolución en mi trabajo; si sientes que te repites no hay que forzar un cambio, debe ser orgánico. Lo principal es entender para quién haces la obra. Si al comprador le gusta y la disfruta, me da muchísimo placer, pero yo la obra la hago para mí. En el momento en que la obra sale del estudio, ya depende de quién la quiera y lo que haga con ella. ¿Qué papel crees que ha tenido Eugenio López como embajador del arte mexicano con el Museo Jumex? Eugenio ha tenido un gran papel no sólo como dinamizador del arte mexicano, sino como promotor del coleccionismo en México y promotor de las galerías. Hay muchas galerías que ya no se acuerdan de eso, pero que no estarían ya aquí si no fuese por él. ¿Qué instituciones consideras que han sido decisivas para el desarrollo del arte en México? Creo que en México eso ha sido un fallo. Tendría que haber habido un programa del gobierno que luchase por el arte contemporáneo, pero no fue así. El arte contemporáneo en México ha salido adelante por el sector privado y también por Eugenio. Las becas del Fonca no funcionan muy bien, el Museo de Arte Moderno y el Tamayo tampoco. No ha ha habido una institución democrática, como lo ha sido Jumex, que lo que buscaba era promocionar el arte, no a un grupúsculo. Es un replanteamiento que se tiene que hacer el nuevo Secretario de Cultura, un plan integral para promover el arte contemporáneo en México. ¿Qué artistas de tu generación sigues? Me gusta mucho la obra de Carlos Amorales, de Héctor Zamora, de José Dávila, de Gustavo Lebrija, de Jorge Méndez Blake, de Damián Ortega, Benjamín Torres, Mauricio Limón… Soy muy abierto. Soy muy amigo de muchos cineastas importantes, pero también me gusta ver películas como Zoolander, del mismo modo que me gusta oír cumbia, jazz y también música clásica. Siento que la obra de todos estos artistas tiene alma. ¿Qué consejo le darías a un artista joven? Acabo de tener una entrevista con el curador del museo Noguchi en Japón y me hizo la misma pregunta. Creo que hay que ser honesto con tu obra, contigo mismo y tu manera de pensar y, si la obra se vende, qué bueno —vivimos de esto—, pero la palabra es honestidad. Y una obligación, si te va bien como artista, es regresar. Eso es muy criticable en Gabriel Orozco y en otros como: no han hecho nada por nadie. Soy consciente de que me va excelentemente bien y siento que tengo una responsabilidad de regresar. Por eso hicimos Casa Wabi. Ahora tenemos otros proyectos importantes, como una residencia para artistas mexicanos en Japón y una pequeña galería de Casa Wabi para darle espacio a artistas jóvenes sin objeto comercial. La manera de lidiar con los precios que hay no es negar la importancia del dinero, sino saber cómo utilizarlo para regresar algo a tu comunidad, que es el arte, y a tu país. Es la mejor manera de quitarte el sentimiento de culpa.

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