En los últimos años, los millonarios han descubierto que el capitalismo puede, y debe, ser sostenible. Las nuevas fortunas quieren salvar  la Tierra y han decidido empezar aquí, en Latinoamérica.   Por Álvaro Retana   Cuando en la pasada edición de los Premios Oscar, Alfonso Cuarón posó ante los fotógrafos en la alfombra roja, su figura fue un poco opacada. ¿La res­ponsable? Su mujer: una socialité británica de 39 años llamada Sheherazade Golds­mith, hija del multimillonario John Bentley, ex esposa de Zac Goldsmith, otro rico here­dero londinense y ex director de la revista The Ecologist. Sheherazade es también musa de Richard Branson y un personaje habitual en los tabloides ingleses, que suelen referirse a ella como “la diosa verde” por su labor como activista en pro del medio ambiente. Goldsmith es un per­sonaje clave dentro de la órbita de lo que la prensa económica ha bautizado como el Movi­miento Gaia de los Nuevos Capitalistas, lo último entre los muy ricos, quienes abogan hoy por un capitalismo sostenible. Sus representantes son jóvenes, lucen bien frente a la cámara (algunos, de hecho, son habituales en las listas de los más elegantes del estrellato social) y tienen una concien­cia ecológica casi tan desarrollada como su cuenta corriente. Son partidarios de Michael Braungart y William McDonough, auto­res del libro Cradle to Cradle (De la cuna a la cuna), que propone una nueva forma de interpretar el ecodiseño de productos con un ciclo de vida totalmente verde. Para los nuevos capitalistas, estos ideales son más que una pose: son una misión. Y no sólo eso: gracias a sus apellidos —son los jóvenes cachorros de dinastías tan mediáticas como los Rothschild, los Kennedy o los men­cionados Goldsmith— tienen una proyec­ción pública que garantiza que su mensaje será escuchado. Son los nuevos ecomillona­rios, herederos de aquella primera genera­ción que, en la década de 1990, dio la voz de alarma acerca de las tristes condiciones a las que el “otro capitalismo” había orillado a la madre Tierra. Su líder indiscutible es David de Roths­child, heredero de la legendaria banca bri­tánica, con una fortuna estimada en más de 1,250 millones de libras [más de 2,078 millo­nes de dólares (mdd)]. Ajeno a su imagen de dandy contemporáneo —ha sido elegido en numerosas ocasiones como uno de los hom­bres con más estilo del mundo—, este millo­nario se embarcó en 2009 en una cruzada ecologista a bordo del Plastiki, un velero de 60 pies hecho con 12,500 botellas de plás­tico, desperdicios de polietileno y otros resi­duos reciclables, con el que surcó el océano Pacífico desde San Francisco hasta Sidney. Su objetivo era alertar a la opinión pública sobre la precaria salud de los mares y del planeta. Ese mismo año fue nombrado Héroe Climático por la ONU y en 2012 produjo la serie de televisión Eco Trip: The Real Cost of Living, en que presentaba el impacto que los productos para el hogar tie­nen sobre el medio ambiente. Su coraje ha sido galardonado, entre otras organizaciones, por el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI), que lo ha designado como Joven Líder Mundial, y la National Geographic Society, que lo conde­coró con el premio Emerging Explorer. Dentro del movimiento ecologista, sin embargo, hay gente que se muestra escép­tica con respecto a sus motivaciones. ¿Filan­tropía o esnobismo? «De alguna manera, el movimiento verde siempre ha sido un club exclusivo», confesó el propio David a The New York Times. Robert Kennedy III, nieto del senador Bobby Kennedy —quien murió asesinado en Los Ángeles en 1968 mientras seguía los pasos de JFK en las elecciones presidencia­les— también ha heredado de Robert Francis Kennedy II, su padre, la vocación eco. Desde Washington, cuartel general de la fami­lia, este joven de 30 años, hasta ahora más conocido como anfitrión de fiestas exclu­sivas en Nueva York —como las que orga­nizó para apoyar la campaña del presidente Obama—, ha centrado sus esfuerzos en sal­var los recursos fluviales a nivel global como embajador de Waterkeeper Alliance, una asociación fundada por su padre en 1999 que protege 250 ríos en todo el mundo. El tercer miembro de este club exclusivo al que hacía referencia el propio Rothschild es Ben Goldsmith, hermano del ex marido de Sheherazade Goldsmith. El heredero de una saga de banqueros británica, muy cono­cida en el Reino Unido, ha creado un fondo de capitales especializado en tecnologías limpias llamado Wheb Ventures, con base en Londres y Munich. En 2013 creó el CEN (Conservative Environment Network), un organismo cuyo comité directivo preside, con miembros de distintos ámbitos —polí­tica, medios de comunicación y mundo de los negocios— que pretenden ofrecer solu­ciones a los mercados financieros con un bajo impacto en el medio ambiente. Como en este tipo de clubes la endogamia está a la orden del día, Ben Goldsmith se casó con una prima de David de Rothschild, de quien se divorció en 2012 tras un mutuo intercam­bio de descalificaciones en las redes sociales (Twitter, Facebook e Instagram); la prensa inglesa lo bautizó como el Twitter Divorce. Aunque no todos los miembros del Club Gaia tienen un pedigrí tan selecto como su líder espiritual, el príncipe Carlos de Inglate­rra, quien además de promover el cultivo de productos bio en sus tierras, apadrina pro­yectos como el de una nueva ciudad, Sherford, 100% sostenible. También ha cundido el ejemplo verde en gurúes de Internet, como Chad Hurley, cofundador de YouTube junto con Steve Chen. Tras venderlo a Google por 1,650 mdd, este magnate creó una organi­zación sin fines de lucro: el Green Products Innovation Institute, que propone reutilizar los residuos como materia prima. También Jeff Skoll, primer presidente de eBay, con una fortuna estimada en 3,800 mdd, dirige hoy su propia fundación, que pre­tende potenciar las economías sostenibles en zonas y países desfavorecidos. principe_carlos1 Latinoamérica, reserva de ecomillonarios Esta tendencia, a pesar de lo que puede pare­cer, no es nada original ni se dirige sólo a una elite. Data de mediados de la década de 1990, cuando la compra de extensos paraísos natu­rales con fines conservacionistas eclosionó por parte de una serie de millonarios con cuentas corrientes estratosféricas. El mayor de estos inversionistas fue el estadouni­dense Douglas Tompkins, dueño —durante muchos años— de la marca de ropa Esprit. El empresario compró enormes extensiones de terreno en lugares estratégicos para la ecología y la conservación hídrica, especialmente en Latinoamérica. En Argentina adqui­rió 250,000 hectáreas en Esteros del Iberá, 62,000 en Chubut (que hoy, tras donarlos al estado, forman parte del Parque Nacional Monte León), 14,000 en una zona lindera con el Parque Nacional Perito Moreno y 350,000 más en el sur de Chile. Sólo en estos dos paí­ses se calcula que posee más de la mitad de los acuíferos nacionales. Los bancos tampoco son ajenos a la ten­dencia de la denominada deep ecology. La banca de fondos de inversión Goldman Sachs donó a la Wildlife Conservation Society (WCS) una zona virgen de 275,000 hectáreas en la parte chilena de Tierra de Fuego. Sin embargo, algunos observadores y organiza­ciones ecologistas no miran con buenos ojos estas adquisiciones masivas de tierras por parte de millonarios altruistas, que conside­ran en realidad como un nuevo tipo de colo­nialismo teñido de verde. En México tenemos el caso de Carlos Slim, quien a través de su fundación y en alianza con el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés), desarrolla hasta 40 proyectos de conservación y desa­rrollo sostenible, especialmente en el Mar de Cortés, donde por una parte trabajan por preservar 15 especies marinas amenaza­das y, por otro lado, posee marcados intere­ses económicos. Según algunas fuentes, la adquisición masiva de hectáreas en el ejido Matomí (46,000), en Independencia (37,000) y en la región que va de Bahía de Los Ánge­les al Paralelo 28, también en el Golfo de California (40,000), esconden intenciones que distan mucho de los intereses conser­vacionistas. Mientras la fundación destaca la labor de rescate de las ballenas azules, de diversas especies de tiburón, cachalote, joro­bada y especímenes de tortugas marinas, las asociaciones ecologistas denuncian sus pla­nes para construir un megaproyecto inmobiliario, exclusivo para millonarios, conocido como Marinazul Golf & Resort. Sus inverso­res aseguran que el diseño se adaptará a las condiciones naturales del terreno, permi­tiendo su uso de manera sostenible y un uso óptimo del agua, con la instalación de una desalinizadora como fuente de agua potable. Éste es sólo un ejemplo de la gran polé­mica alrededor de los ecomillonarios más populares del planeta, quienes oscilan entre la sostenibilidad —básicamente de sus cuentas corrientes— y el conservacionismo radical de la naturaleza. Magnates como Bill Gates, Warren Buffet, el explorador petro­lero T. Boone Pickens, el diputado británico Johan Eliasch, todos han sucumbido a esta tendencia que encuentra en países como México, Chile, Argentina, Perú, Brasil y Costa Rica escenarios privilegiados para un tipo de altruismo juzgado por muchos como raíz de oscuras conspiraciones geoestratégicas. Como concluye David Anderson, autor del libro Environmental Economics and Natu­ral Resource Management: «Es verdad que algunos de ellos han estado involucrados en las industrias que más contribuyen a la polución. Pero eso hace que sea tanto más apropiado que estén pagando de sus propios bolsillos para ayudar a resolver los proble­mas ambientales.» Al final, el tema es cuestión de justicia poética y de conciencia; sí, pero también de negocios.

 

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