Johann Rupert es más que el presidente del grupo de marcas de lujo Richemont. Es ‘el oso’ que vaticinó el cataclismo económico de 2008. Un profeta que se adelantó a la crisis.   Por Álvaro Retana   Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel… En el Antiguo Testamento, los profetas se retiraban al desierto, en espera de la revelación divina, mientras se alimentaban de raíces e insectos. Algo así como un detox, en versión extrema. En la actualidad, en cambio, los profetas se retiran a sus mansiones, entre setos de boj cortados con la precisión de las facetas de un diamante, para leer los 50 libros que nunca tuvieron tiempo de abrir porque estaban amasando una fortuna. ¿Exagerado? Para nada. Es la vida real. Un ejemplo lo encontramos en el billonario Johann Rupert (Sudáfrica, 1950), actual CEO del grupo suizo de marcas de lujo Richemont, al que acaba de incorporarse –anunció su regreso el pasado17 de septiembre–, tras tomarse un año sabático que dedicó a la lectura. Su vuelta ha sido casi obligada. El año pasado las ventas en Asia, un mercado clave para el grupo, ya que supone 48% de sus ingresos frente al 37%de Europa y el 15% de América, se ralentizaron debido, sobre todo, a que en China la lucha contra la corrupción ha acabado con una tradición que hasta ahora imperaba en la cúpula de las grandes empresas: los regalos de relojes y piezas de lujo a los CEOs y los principales accionistas. La vuelta de Rupert supone una excelente noticia para Richemont ya que, aunque su padre fundó la empresa, ha sido él el responsable de convertirla en un imperio. Anteriormente fue CEO del grupo en dos ocasiones: en 2002, y de 2010 a 2012. En 2006, el Financial Times lo bautizó como Rupert «El Oso» porque vaticinó un apocalipsis, sólo que en esta ocasión económico. Dos años antes de que estallara la crisis de 2008, la gran recesión similar a la aniquilación de Sodoma, Johann Rupert ya había avisado que el mundo y la Bolsa se precipitaban hacia su destrucción. El resto de magnates, secundados por la prensa económica como por un coro griego, se rieron de él. Pero «El Oso» fue quien rió al último cuando, dos años después, la economía mundial se desmoronó como un castillo de naipes tras el cataclismo de Lehman Brothers. Nada ha vuelto a ser igual. El mercado del lujo, sin embargo, ha afrontado la crisis con la mejor de sus caras. Son tres los grupos que se reparten el millonario pastel de la alta gama en todo el mundo: lvmh, Kering y Richemont. Pero hay una gran diferencia entre Richemont y las otras compañías. Mientras los CEOs de las primeras, los mediáticos Bernard Arnault y François Henri Pinault, son figuras públicas, acostumbrados al resplandor de los focos y al centelleo de los flashes; el presidente de Richemont es conocido por su actitud esquiva ante la prensa. El Financial Times lo ha calificado como «huraño», ya que rara vez concede entrevistas y muy poco, o nada, se conoce de su vida privada. A pesar del tropiezo asiático, el año pasado su imperio facturó 7.9 billones de dólares, lo que le convierte en el segundo hombre más rico en el continente africano (el primero es Aliko Dangote, «el chico de oro nigeriano», cuya fortuna proviene del azúcar, el cemento y la harina, principalmente). Sin embargo, sus retratos, exceptuando los oficiales, son escasos y, a pesar de que es invitado a bodas de relumbrón como la del príncipe Alberto de Mónaco con Charlène Wittstock en Montecarlo, rehuye aparecer ante las cámaras. Su esposa, Gaynor Rupert, también mantiene un perfil bajo, lo mismo que sus tres hijos: Hanneli Rupert, considerada por The Business of Fashion una de las 500 personas más influyentes del mundo dentro de la industria de la moda; Caroline Rupert y Anton Rupert Jr. Aunque no se ocultan (hay fotografías de todos ellos), prefieren evitar la publicidad. Es algo que han aprendido de su padre, que come con sus empleados en la cantina en lugar de en su despacho. El grupo Richemont comenzó –no podía ser de otro modo– de una manera discreta, pero tras su aparente reserva se escondía un apetito global. El padre del actual CEO, Anton Rupert, fue el primer afrikáner (descendiente de los colonos holandeses en Sudáfrica) en construir un imperio, mismo que su hijo se ha encargado de multiplicar. A pesar de que en el resto del mundo apenas era conocido, en su país el apellido Rupert solía mencionarse a la misma altura que el de los Oppenheimer y los Rothschild. Criado en condiciones humildes, comenzó a fabricar cigarrillos en su propio garaje después de una breve etapa como profesor de química. De esos negocios surgió un emporio: en la década de 1940 fundó la compañía tabacalera Voorbrand, que poco después, bajo el nombre de Rembrandt, logró acaparar el 90% del mercado de cigarrillos en Sudáfrica. En 1999, los Rupert decidieron intercambiar sus posesiones tabaqueras por una participación de 35% de la British American Tobacco (bat), segunda compañía tabaquera a nivel mundial, de quien es en la actualidad accionista mayoritario. La familia Rupert ha logrado lo que los alquimistas medievales buscaron durante años: han sido capaces de transformar el humo en lujo, la fórmula de la piedra filosofal. RupertJohann El toque Midas Antes de dirigir el negocio familiar, Johann ayudó a su padre a dirigir la compañía hacia los productos de lujo. A mediados de los años 70, mientras residía en Nueva York, conoció a la hija de uno de los dueños de Cartier, que estaba buscando inversores en un momento de incertidumbre mundial a nivel económico. A pesar de que no era su campo de acción, Johann aconsejó a su padre, presidente y fundador del grupo, invertir en este nuevo segmento y acertó de pleno. Tras una primera inversión minoritaria, la familia adquirió participaciones en otras firmas como la británica Alfred Dunhill y la alemana Montblanc. El grupo continuó expandiendo su portafolio, aventurándose incluso en el sector de la televisión de paga en 1995. La operación resultó ser un negocio redondo, ya que poco después consiguió vender sus acciones a Vivendi, consiguiendo un beneficio de 650 millones de dólares que, en 1999, le sirvieron para comprar otra firma mítica: la casa joyera Van Cleef & Arpels. Rupert además se formó en la banca en entidades como Chase Manhattan y Lazard Freres, hasta crear en 1979 su propio banco, el Rand Merchant Bank. Su experiencia en el mundo de las finanzas ha pesado mucho en su visión empresarial. Como explica Dana Thomas en su libro Deluxe: How Luxury Lost Its Luster (Penguin, 2008), se trata de un empresario que piensa a largo plazo y raramente vende sus marcas o comercia con ellas como si fuesen las fichas de un juego. A diferencia de sus competidores, no agrupa sus firmas para obtener mejores tarifas en el mercado publicitario, sino que mantiene la personalidad de cada empresa de manera independiente y elabora los artículos en las mismas fábricas y con los mismos artesanos que antaño. «La integridad del producto tiene que ser más importante que las sinergias. David Ogilvy, uno de los fundadores de la industria de la publicidad, solía decir: “El consumidor no es ningún tonto; es tu esposa”. El cliente no es ningún ingenuo, todo lo contrario. Quiere que el reloj Piaget se fabrique en los talleres de Piaget, esto es lo que los hace especiales; si no serían como los relojes de cualquier otra marca». Frente a los clientes que eligen relojes de marcas de moda que en los últimos años han incursionado en el terreno de la Alta Relojería, como Chanel o Gucci, Rupert considera que «los connoisseurs verdaderamente refinados saben advertir la diferencia: nosotros vendemos un contenido altamente tecnológico, no sólo un modelo. Los nuestros son productos únicos». Esa misma visión, prudente, discreta, muy alejada del bling-bling económico que imperó en los primeros años de la pasada década, la aplicó también a su filosofía comercial. En el año 2000, en plena época de bonanza, cuando nada hacía presagiar que la economía mundial iba a entrar en bancarrota, Rupert ya presintió que algo podía pasar y decidió que la mejor estrategia empresarial era la prudencia. En ese año, las ventas de sus marcas exclusivas habían crecido 26% y sus beneficios netos 36.8%; pero él ya sospechaba que había algo artificial en ese periodo de euforia. «Las tendencias siempre continúan, hasta que se detienen. Quiero estar cerca cuando se produzca el paro. Por eso tiendo a ser conservador, porque creo que esto no puede seguir hasta el infinito». Esto era la histeria a la que los consumidores y los mercados se habían entregado sin control. “Desde luego que estamos satisfechos con nuestros resultados. Obviamente una mejora del bienestar económico es muy importante, pero también lo es un factor más subjetivo: un clima general que te anima a gastar sin culpa. Eso anima a comprar mucho más que la riqueza económica”. En el 2000, Rupert dijo lo siguiente: “Tengo 50 años y mi padre todavía se acuerda de la Gran Depresión que vivió en su juventud. Cuando le digo a mis colegas que recuerdo las crisis de 1969, 1974 y 1987 me miran con ojos vidriosos, por eso suelo pecar de prudente”. Toda una profecía que, desafortunadamente, se cumplió ocho años después.

 

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