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Echemos aquí un poco de luz a su biografía, que es fascinante por lo precoz. Si bien es cierto que en algunos perfiles o entrevistas aparece que nació en marzo de 1918 —lo que se debe a una alegre confusión—, la fecha, en realidad, es otra. Su acta de nacimiento —que su viuda, Guadalupe Appendini de Vargas, me hizo llegar amablemente— no deja lugar a dudas: a las 6 horas del día 5 de febrero de 1915, en Tulancingo de Bravo, Hidalgo, nació el niño Gabriel Vargas Bernal. Fue el quinto —de abajo para arriba—, de los 12 hijos de Víctor Vargas y Josefina Bernal. Su padre era un comerciante próspero, así que su madre se dedicaba a las labores del hogar. Sin embargo, todo cambió radicalmente para el niño Gabriel (y para el resto del clan) cuando su padre falleció. Tenía apenas 4 años. En una entrevista con Cristina Pacheco, él recordaba aquello: “Fue algo terrible, sobre todo porque mi padre murió intestado. Aunque él dejó algún dinero, como fuimos tantos, pronto se terminó. Mi mamá tuvo que meterse a trabajar en unos laboratorios.” Aun con ello, los problemas económicos no cedieron. A la par, ella también debía decidir si mudarse a la Ciudad de México —para que los chilpayates estudiaran— o quedarse en Tulancingo y ser gente de campo, como la familia paterna. Eligió lo primero. Gabriel tenía cinco años cuando se mudaron a la calle de Moneda. En seguida le fascinó el rumbo animado. Lo recorría sólo por el gusto de ver y oír a la gente, lo que a la postre sería para él —sin saberlo en ese momento— fundamental. Cuando llegó la hora de ir a la escuela, la cosa se puso mejor. Lo apuntaron para cursar el primero de primaria; sin embargo, a los pocos meses se sintió señalado por los profesores. Un día le llamaron, le dijeron que sabía demasiado para estar en primero. Lo transfirieron a segundo, y a los pocos meses, a tercero. Ahí se dio cuenta que las lecturas de su infancia algo habían dejado en su persona. Gabriel solía contar, muy alegre, que cursó en un año los primeros tres niveles de primaria; algo que le parecía insólito. Fue ahí, durante esos años, cuando aterrizó el gusto por los monitos: mientras su compañeros se limitaban a cumplir, él hacía asombrosos dibujos para su edad. (Uno de ellos le valió un reconocimiento en un concurso realizado en Japón.) En cuestión de estudios, otra cosa fue la secundaria. Doña Josefina lo inscribió, y él, con el paso de los días, perdió el interés. En cambio, diario iba a dibujar a los talleres de Educación Pública; era lo único que le gustaba y lo único que absorbía toda su atención. En ese momento, el niño Gabriel enfrentó su primer obstáculo: su madre no sólo no sabía de las ausencias escolares de su hijo, también se negaba rotundamente a que se dedicara al dibujo. En la citada entrevista con Cristina Pacheco, él lo narra de forma divertida: “Siempre supe que iba a ser dibujante, aun cuando mi madre me decía: pero Gabriel, ¿cómo vas a vivir de hacer monitos? Nunca cedí, sólo que, para no mortificarla, dibujaba a escondidas.” Lo que pasó después fue una avalancha de buena fortuna, mezclada con búsqueda personal; en sí, fue una lucha por conseguir un destino que a muchos les parecía disparatado pero que él veía como único modo de vida posible: dedicarse a hacer monitos. Tras haber participado con un dibujo en un concurso por el Día del Tránsito —lo hizo incitado por un antiguo maestra suyo, Evaristo Ruiz—, éste le empujó a que llevara dicho trabajo al ministro de Educación. No lo encontró. En su lugar halló al doctor Alfonso Pruneda, director de Bellas Artes; también a Juan Olaguíbel, el escultor y creador de la Diana Cazadora, y al arqueólogo Alfonso Caso; éste le dijo que el dibujo más bien parecía un códice. Le ofrecieron, entonces, una beca para Francia. La aceptó. Pero, poco antes de su salida, decidió echarse para atrás; así se lo confesó a Cristina Pacheco: “Mientras avanzaba el tiempo y mi madre iba disponiendo mis cosas, yo me sentía peor. Así que le confesé: mamá, no quiero irme… Ella comprendió muy bien y fue a hablar con el doctor Pruneda y Olaguíbel. ‘Bueno, muchacho, ¿qué te gustaría hacer?’ Yo dije: trabajar en un periódico, señor. ‘A ver dinos, ¿en cuál?’ ‘Pues en el Excélsior, señor’. Era yo un chamaco de 13 años, pero sabía bien qué deseaba.”§§
Cuando doña Josefina terminó por aprobar —muy a su pesar— que el destino de uno de sus hijos estaba en la inverosímil actividad de hacer monitos, jamás pensó que ese muchacho vago, sin oficio ni beneficio, que se dedicaba todo el santo día a hacer dibujos, se convertiría en uno de los mejores caricaturistas de nuestro país, y en uno de los más queridos y aplaudidos. Por supuesto, los contactos y los espaldarazos tuvieron un papel importante. Sin embargo, su vocación temprana, y su talento innato y natural, fueron, al final, lo esencial y fundamental: fue lo que más influyó al ir trazando su camino. De hecho, por momentos, su andar por este mundo bien podría pasar por ficción, de lo fascinante que resulta éste. Hoy asombra que un chamaco de 13 años se echara tanta responsabilidad en sus hombros; más todavía, cuando su único adiestramiento era la recomendación de su madre: “Sé servicial aun cuando no te den dinero por tu trabajo. Aprovecha la oportunidad para que aprendas un oficio que te permita sostenerte.” Aquel consejo —o bendición, como usted prefiera— resultó en una trayectoria no sólo única, sino vertiginosa. En los nueve años que trabajó para Excélsior, pasó por casi todos los oficios; era, en pocas palabras, un mil usos: formaba “Jueves de Excélsior”, ayudaba también en Últimas Noticias, retocaba fotos. Claro, tiempo después llegó al departamento de dibujo, donde desarrolló un trabajo extraordinario. Tan activo era, y tan bien realizaba su chamba, que a sus jóvenes 17 años de edad lo nombraron jefe de dicho departamento. Ahí, fueron sus propios compañeros quienes lo incitaron para que él entrara a un concurso de dibujo organizado por Editorial Panamericana, compitiendo con los mejores de aquellos años: FaCha, Freire, Cabral, Audifred, Gómez Linares, entre otros. Al final, ganó. Además de un estimulo económico, Gabriel recibió una invitación del ya famosos coronel José García Valseca, dueño de la editorial, para laborar allí. Lo pensó unos meses; después de todo, entre Excélsior y Novedades (este último también le había dado oportunidad de publicar) había probado ya un éxito tímido con trabajos como La vida de Cristo, Sherlock Holmes, La vida de Pancho Villa, o Virola y Piolita. Al final, aceptó la oferta. Gabriel Vargas no lo sabía entonces; había tomado una decisión que no sólo cambiaría su vida, sino también la historia de la historieta en nuestro país.§§
Entre la década de los cincuenta y los setenta, el auge de la historieta en México fue abrumador. Fueron épocas de vacas gordas. Había revistitas que tiraban hasta 350,000 ejemplares diarios. En ese escenario, entró Gabriel Vargas. Y lo hizo, sí, con el pie derecho. Creada por encargo del coronel García Valseca, Los superlocos de Gabriel Vargas fue concebida para competir con Los supersabios; desde el título mismo remite a la historieta de Germán Butze, por entonces pieza estelar de Chamaco. Los primeros episodios, firmados con el seudónimo “Velo”, están protagonizados por dos jóvenes inventores (como Paco y Pepe en Los Supersabios) que tienen por enemigo al militar Jilemón Metralla y Bomba. Sin embargo, al poco tiempo ellos desaparecen y éste se convierte en el personaje central de la serie. Para entendernos: don Jilemón Metralla y Bomba representaba al mexicano no sólo encajoso, también conchudo, muy tramposo y ladino, que saca la plata por su forma de hablar. Pero su obra cumbre, su mayor éxito, llegaría con La familia Burrón. Era 1948. Hoy cuesta creerlo, pero esta tira cómica nación de una apuesta, de un juego. Así se lo contó, hará ya varios años, a Juan Villoro: “Los superlocos tuvo mucho éxito y Fernando Ferrari, quien adaptó para la radio mexicana Anita de Montemar, me dijo: ‘Quiero ver qué tal eres manejando una mujer’. ‘Me dejas un torito muy difícil; si le ponemos algo de dinero, lo hago’. ‘¿Te parecen bien diez mil pesos? Te doy tres meses de ventaja’. Diez mil pesos era una fortuna; pensé que me iba a hundir, pero de todos modos acepté. García Valseca estaba de viaje, y de la noche a la mañana cancelé Don Jilemón y empecé con La familia Burrón… Apenas regresó, el coronel me mandó llamar. Le conté lo de la apuesta y me dijo que hacíamos un negocio, no un juego. Las ventas se habían ido abajo, pero le pedí que me dejara llegar a los tres meses.” Borola Burrón y sus locuras —junto con toda la familia— se impusieron: a los tres meses recuperaron la circulación, y Ferrari, por supuesto, tuvo que pagarle. Aquello fue un éxito atronador: primero hacían ocho páginas diarias, luego 12, y, al final, cuando llegaron a 16, don Gabriel tuvo que solicitar ayudantes. La mejor época de La Familia… logró un tiraje de medio millón diarios de ejemplares.§§
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En 1971, la revista inició una segunda época: después de casi 40 años de trabajar con García Valseca, don Gabriel decidió crear su propia empresa. Así, La familia Burrón fue editada por G y G, iniciales de Gabriel Vargas y Guadalupe Appendini —su segunda esposa—, hasta el último día en que se le vio en los kioscos de todo el país: fue el 26 de agosto de 2009. En la última década de su vida —fallecería el 25 de marzo de 2010—, don Gabriel siguió disfrutando hasta donde le fue posible, ya que sufrió un derrame cerebral que le paralizó la mitad del cuerpo. Logró recuperarse notablemente, pero ya no pudo dibujar. Sin embargo, se le veía pendiente y presto por los pasillos de Porrúa, editorial que se comprometió, para fortuna de todos los mexicanos, a editar La familia Burrón de manera integra… o, por lo menos, desde su segunda etapa. Lo que es innegable es que don Gabriel Vargas nunca perdió el goce de la vida. Y tampoco el humor, que tantas veces nos contagió desde sus historietas. En aquella entrevista con Cristina Pacheco, la periodista le pregunta justamente sobre el humor. “¿Qué significa para usted la risa?”, le dice. “La válvula de escape natural hasta para las cosas que nos hacen sufrir; la risa es salud —responde don Gabriel—. Mi sueño ha sido hacer reír a toda la gente, hasta a la que vive muy mal y sufre cosas terribles: hambre, soledad, desamparo, ignorancia. Pienso en ellos y cuando dibujo algo gracioso es porque deseo que tengan alguna dicha, por mínima que sea, en su vida. Mi filosofía es que aun en medio de la más terrible pobreza se puede encontrar un motivo de apego a la vida.” Para celebrar el centenario de Gabriel Vargas Bernal se tienen previstas varias actividades; entre éstas una muestra, ya abierta en los pasillos de la estación Salto del Agua del Metro. La Librería Porrúa hará lo propio el 11 de febrero (de 2015), en su sede ubicada en República de Argentina, también con una exposición. De igual forma, la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería —que inicia este 18 de febrero— realizará una conferencia-homenaje. Contacto: Correo: [email protected] Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.