La infamia del poder tiránico, el antisemitismo, el abuso infantil, el adoctrinamiento fanático, la fragilidad de la identidad ante manipulaciones estructuradas, la lucha por la liberación y una crítica a la iglesia católica forman un crisol en “El secuestro del papa”, trigésimo primer filme del octogenario cineasta italiano Marco Bellocchio (‘La amante de Mussolini’).

El filme, basado en una historia real, comienza en 1852, aunque su parte nodal transcurre en 1858, cuando el pequeño Edgardo Mortara (Enea Sala), de solo 6 años, es separado de su familia judía por órdenes del padre Feletti (Fabrizio Gifuni), el inquisidor de una Bolonia entonces perteneciente a los Estados Pontificios gobernados por el Papa.

El pretexto es que la antigua empleada de la familia practicó un bautismo de emergencia cuando el niño, dijo, estaba muy enfermo y temió que su alma quedara vagando en el limbo si moría. Ese rumor bastó para que se dictara el retiro del niño, pues las leyes de ese tiempo prohibían que un católico fuera educado por quienes profesaban otra religión.

Aunque hay un intento de su padre por detener la orden, al final Edgardo es llevado a Roma a un internado que prepara a futuros sacerdotes. Se desata un escándalo que deja mal parado al Papa Pío IX (Paolo Pierobon) incluso con la prensa internacional, pero él simplemente responde a las solicitudes de que regrese al niño con una especie de valemadrismo tiránico: non possumus (no puedo).

El retrato de este Papa es poco menos que abyecto: un corruptor de almas con ínfulas de rey y poder divino que se cree intocable y que incluso convierte a Edgardo, quien opta por aceptar lo que le dicen como estrategia de supervivencia, en ciego seguidor suyo. Hay una escena determinante en la que el niño, jugando a las escondidillas, se esconde bajo la sotana del Papa tal y como se escondiera bajo las faldas de su madre cuando fueron por él en primera instancia.

Y aunque la República de Italia consigue el control de Bolonia en 1859, el juicio contra el inquisidor no resulta favorable y la argucia de que él solo seguía órdenes da frutos para que el niño siga bajo el cuidado de la iglesia.

Pero este argumento tiene que ver con la divinidad y superioridad moral de las leyes católicas en medio de un contexto que nada tiene de divino ni de moral, sino todo lo contrario. “El secuestro del papa”, cuyo título en español parece una trampa por indicar más bien que la historia sería sobre un Papa privado de su libertad, tiene un diseño de producción impecable y una banda sonora que añade y contrapuntea la historia.

Ya cuando Edgardo ha crecido y la lucha de sus padres por liberarlo ha cesado con la muerte de uno y la enfermedad de la otra, entonces sabemos que el lavado de cerebro papal ha funcionado, aunque el hombre esté en completa decadencia y sus delirios de poder se vayan al traste y la iglesia pierda el control de su territorio hasta que más de medio siglo después de la muerte de Pío IX logre negociar con Mussolini la cesión de la Ciudad del Vaticano a cambio de hacerse de la vista gorda con sus atrocidades.

Hay una escena que muestra cómo Edgardo, ya interpretado por Leonardo Maltese, se convence a sí mismo de su conversión. Es una escena onírica –incrustada con tino por Bellocchio, al igual que aquella otra de animación con un cartón periodístico que obsesiona al Papa o la pesadilla de la circuncisión– en la que le quita los clavos a la figura de Jesús que lo ha acompañado desde su infancia, validando sus dudas espirituales de un modo más bien pagano, en respuesta al conflicto que desde niño ha tenido que vivir pues su religión desconoce a la figura del Cristo.

Y esos conflictos de diferencias de visiones, de creencias, de valores han devenido en atrocidades que hoy seguimos viviendo.

La película, que formó parte de la Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional en su edición de noviembre de 2023, estrena este 18 de abril.

En streaming

Por cierto, a través de la plataforma Mubi se puede ver la espléndida “Días perfectos”, del alemán Wim Wenders, nominada como mejor película internacional en los Oscar de este año. Sigue a Hirayama (Koji Yakusho, tremendo), conserje de baños públicos de Tokio, en su obsesiva rutina laboral mientras escucha rock clásico en la casetera de su auto, come exactamente bajo el mismo árbol todos los días e incluso cuando lo acompaña su sobrina que ha huido de su casa. Un filme sobre la soledad consciente en un mundo atribulado y una sociedad que lo juzga todo.

*Javier Pérez hace reportaje, crónica y entrevista, así como crítica de cine y cobertura de temas culturales. Dirige ForoFoco. Nadie quiere acompañarlo al cine: no para de comer palomitas ni de hablar de otra cosa.

 

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