El buen vecino… Entre las condiciones que estableció el gremio médico para evitar el brote de epidemias, se ponía especial énfasis en las características que debía conservar una casa para «mantener la salud individual y colectiva». Lo esencial para garantizar la higiene era la ventilación. Las habitaciones debían contar con un mínimo de: 30 metros cúbicos por persona y la altura de los techos no debía ser inferior a los 3.75 metros. También se debía procurar buena iluminación, pues «la luz solar mata al bacilo del cólera, la fiebre tifoidea y la tuberculosis». Partían de la base de que enfermedades como el catarro, la laringitis, el croup[4] y la bronquitis, aparecían con más frecuencia en quienes vivían en casas o habitaciones húmedas. Por ello se sugería cubrir techos, muros y pisos con algún aceite impermeable, como el barniz de aceite que se usaba en los hospitales. Estas recomendaciones eran casi irrealizables en una ciudad que, de acuerdo con el censo de 1910, 50% de las casas estaban registradas como «chozas»: cuartos y habitaciones tenían pisos de tierra y sin divisiones internas, sin contar con la aglomeración de personas en espacios reducidos y mal ventilados. Por lo mismo, muchas casas y vecindades carecían de cuartos de baño como los que estipulaban los médicos. Otras indicaciones también contemplaban cómo debían almacenarse los alimentos, en especial los productos lácteos y la carne, así como prohibir que en los patios o al interior de las habitaciones, se tuvieran aves de corral, cerdos o borregos, pues se había probado que la convivencia con los animales aumentaba la posibilidad de contraer ciertas afecciones. Esto molestó a muchos pobladores de la ciudad, pues, como muchos provenían de ámbitos rurales, tenían por costumbre criar animales de granja. Para el doctor Domínguez y Pastor, una habitación de 45 metros cuadrados podía alojar en sus paredes cerca de un millón de microorganismos. Por tanto, sugería que las paredes estuvieran libres de relieves y adornos —como era la moda en las casas de la ahora colonia Roma— y se evitara usar cortinas pesadas, muros tapizados, alfombras y demás depósitos de polvo. Pero las familias más favorecidas desoían esas indicaciones y justo así decoraban sus casas. De la hidroterapia al «baño vaquero» En las casas de la actual colonia Santa María, se instalaron los primeros cuartos de baño, equipados con tinas de hierro fundido y esmaltado, y lavabos de porcelana —importados de Bélgica o de Inglaterra—. Si no se tenía el capital para instalar uno, la opción económica consistía en usar una «tina plegada», invento de la compañía Gerber-Carlisle y, cuyo costo de 25 pesos, resolvía «el problema de tener baño propio». Como respuesta a la creciente demanda de los hábitos de higiene, aparecieron los baños públicos —de los que ya existían 48 a principios del siglo XX— y entre los que se encontraban los de El Harem, San Felipe de Jesús, San Agustín y El Factor. En estos sitios, y de acuerdo con su categoría, los precios de un baño oscilaban entre 25 y 50 centavos, hasta un peso con 50 centavos. Algunas «salas de baño» de primera clase, contaban con amplios y bellos jardines, mesas de billar y salones separados para hombres y mujeres. También existían los baños públicos gratuitos: en estos lugares no se podía tomar un baño de cuerpo entero, a cambio, se tenía acceso a «agua, jabón y toalla para salir limpios de cara y manos». Un establecimiento que ofrecía servicios a precios muy reducidos eran los baños y lavaderos de vapor de la plazuela de la Lagunilla, inaugurados por el célebre doctor Liceaga y por el general Porfirio Díaz el 2 de abril de 1897. Este negocio poseía salones separados para mujeres y hombres, y ofrecía tres tipos de servicios: por 5 centavos se tenía derecho a jabón, zacate y sábana para secarse; por 7 centavos: jabón de olor, peine, cepillo, sábana, camisón o calzoncillos de baño y zacate; y por 10 centavos: jabón, zacate, peine, espejo, tijeras, perfumes para la cabeza cepillo, camisón o calzoncillos y sábana. La preocupación por la higiene y, con ella, del cuerpo, se contrapuso a las prácticas y costumbres que profesaba la Iglesia católica en aquella época, que proscribía mirar o tocar el propio cuerpo desnudo, pues era un pecado que ofendía al mismísimo creador: «Cuando te tocas tus partes pudendas, haces llorar al Niño Dios». De ahí que el uso del bidet —también llamado «caballito»— no prosperara en nuestros hábitos de limpieza.
El jabón como panacea Estos códigos de limpieza también indicaban cómo se debía vestir: con qué tipo de telas o pieles de acuerdo con el clima —e incluso ciertas reglas de comportamiento para caminar, comer, dormir y tener relaciones sexuales—. A su vez, esto generó un comercio de la salud que sigue vivo en los llamados «productos milagro» que prometen casi cambiarlo a uno por otra persona, a cambio del mínimo esfuerzo y, eso sí, por un gasto considerable y frecuente. La insistencia sobre las virtudes y los beneficios de la limpieza, fue abrumadora, al grado que se convirtió en una de las prioridades del régimen porfirista y también motivo de burla para periodistas y escritores, como lo indica este artículo publicado en El Imparcial, en 1897: «Si se trepa uno al monte, malo; si se mete al sótano, peor; si come, traga muerte; si bebe, se humedece con enfermedad; si respira, se sorbe una colonia; si da la mano, se le pega la familia menuda del otro; si se viste, no hace sino proporcionar escondites al enemigo; si anda en cueros, cada poro es una puerta cochera de la infección».
*
[Varios artículos como éstos podrás leerlos en la revista Algarabía: www.algarabia.com] Contacto: El autor de esta nota recibirá con gusto sus comentarios en Twitter. Sígalo como @alguienomas *Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.
[1] Muchos de estos datos están fundamentados en la notabilísima investigación de Claudia Agostoni: «Las delicias de la limpieza: la higiene en la Ciudad de México», en Historia de la vida cotidiana en México, tomo iv. Bienes y vivencias. El siglo xix, coordinado por Anne Staples, México: El Colegio de México / fce, 2005.
[2] Del griego μίασμα —mancha—, se le llamada así a un efluvio maligno que, según se creía, procedía de cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas.
[3] En 1882 Robert Koch (1845-1910) pudo identificar el bacilo de la tuberculosis y un año más tarde el bacilo del cólera. Hacia 1890 ya se habían reconocido cerca de 30 microbios patógenos y la bacteriología alcanzó una relevancia internacional a partir de los experimentos de Louis Pasteur (1822-1895).
[4] La croup es una inflamación de las cuerdas vocales originado por un virus, que adquieren con frecuencia bebés y niños pequeños, y que se caracteriza por el llamado «ladrido de foca»: una tos seca y muy escandalosa. Antes de la aparición de los antibióticos y de las vacunas, era una de las principales causas de mortandad infantil en todo el mundo.