“Yo creo que la escritura no va sobre el amor… La escritura poética es sobre el misterio. Y el misterio encierra al amor, la vida, la muerte, la infancia; en fin, lo que quieras…”     Apenas entro en la habitación, José Miguel Salinas levanta el rostro y me hace un gesto de bienvenida, como diciendo “¡qué tal!” Sentado en una silla giratoria, guitarra de palo en mano, y una MacBook frente a él (colocada delicadamente en una mesita), el músico mexicano deja de mirarme y hace un comentario. —Qué te parece si aquí bajamos un poco, y cuando termine esta siguiente estrofa me detengo, para darle más fuerza. Kiko Veneno, su interlocutor, mueve la cabeza de arriba a abajo, confirmando la sugerencia. De su guitarra, también de palo, sale un sonido suave. Recita breves líneas. Se interrumpe. Le da un sorbo a su cerveza. —A ver, vamos a intentarlo. Ahora sí hasta el final —le dice con su acento ibérico, mientras se mece, de un lado a otro, de igual forma en una silla giratoria. Ambos músicos se sueltan, y los sonidos se expanden por todo el lugar. Estamos en una de las habitaciones para ensayar de los Fatman Studios, así que en el piso hay cables por ahí y por allá, consolas sobre algunas mesas, varios instrumentos apilados al fondo. Sentado, sin participar, Canijo de Jerez, también músico español (y ex integrante de Los Delinqüentes, aquella volcánica banda de flamenco-rock), escucha atento. Le miro de reojo. Mueve sus pies suavemente. Sonríe, consciente de que el dueto entre su compa Kiko y el músico mexicano está funcionando —por lo que oímos y vemos ahora mismo— de manera más que aceptable. La fusión se escucha bien: toques flamencos, coqueteos con el bolero, y, cortesía de la Mac, detallitos electrónicos. Todo, sobre una base de pop-rock. Terminan. Canijo de Jerez aplaude. “¡Yeah!”, exclama con suave voz. También aplaudo. Balbuceo un “¡vientos!”, sin dirigirme a nadie en particular. JM Salinas guarda su guitarra y la computadora, y dice —dirigiéndose a todos—: “Vamos a comer.” Kiko le confirma. “Ahora voy”, comenta, mientras busca donde dejar su guitarra; luego me mira. Alzo los hombros, como diciendo “lo siento, aquí estoy”. Sonríe. Mejor aclaremos: si estamos aquí es porque la Fundación de la Sociedad General de Autores de España (SGAE) ha organizado una nueva edición de la Semana de Autor. En su edición XVI, la entidad ha programado cuatro laboratorios musicales en las ciudades de Málaga, Zaragoza, Santa Cruz de Tenerife y la Ciudad de México, los cuales arrancaron de manera escalonada desde el pasado 10 de noviembre. Compuesto cada laboratorio por seis músicos, de lo que se trata es de compartir anécdotas y experiencias a través del intercambio creativo y la experimentación; esto, para fomentar nuevos repertorios, promover la actividad de los creadores. Para el Laboratorio de México, que inició el pasado 17 de noviembre, participan los mexicanos Santiago Mijares (de la banda Big Big Love), Fernando Zamorano (del grupo O Tortuga), y justamente José Miguel Salinas (de Dapuntobeat). De lado español aterrizaron Lucía Scansetti, Canijo de Jerez y Kiko Veneno. Así que algo de punk, rock, voces melódicas y sonidos llegados de Jerez es lo que, de poquito en poquito, ha ido saliendo por aquí. Kiko Veneno (Foto-Josueu0301 D   Todo es demasiado efímero Por edad, y sobre todo por trabajo y prestigio, Kiko Veneno es sin duda la cabeza de este bloque de músicos reunidos. Hablamos de un hombre fundamental en la música ibérica de las últimas dos décadas… Y quizá de más allá —si nos apresuramos—, ya que junto con Camarón de la Isla, Pata Negra y Veneno —grupo integrado por el propio Kiko y los hermanos Rafael y Raimundo Amador—, terminaron por moldear y rubricar la revolución musical (del flamenco) que había empezado gente como Smash, Paco de Lucía, o el dueto Lole y Manuel, durante la combustible década de los setenta. Sin embargo, el camino no ha sido fácil para este hombre que nació en Figueras, en 1952, con el nombre de José María López Sanfeliu. Si bien es cierto que venía de firmar y colaborar en dos álbumes fundamentales de la música española: uno de ellos el disco homónimo de Veneno, fechado en 1977; el otro, su participación directa en la construcción de La leyenda del tiempo (1979) —rompedora obra de Camarón—; los ochenta significaron para él años de tránsito, confusión y dudas. De hecho hubo un momento en que pensó tirar la toalla: sus álbumes en solitario no conectaban con el público, y el sonido final no le satisfacía. A Kiko le salvó contar con un trabajo fijo para pagar gastos familiares y solventar lo que pensaba era su vocación, además para seguir puliendo su sonido. También llegó al rescate Santiago Auserón, el ex Radio Futura que para entonces reencarnaba en el colosal Juan Perro. Él fue decisivo: no sólo le orientó, también le puso en contacto con Joe Dworniak, un ingeniero inglés que supo guiar a buen cause las ideas e intereses de su cliente. Llegó, entonces, el memorable Échate un cantecito (1992), y a ése le siguieron el excelente Está muy bien eso del cariño (1995), Punta Paloma (1997) y otros más en el nuevo siglo. Eso sí: su más reciente disco, Sensación térmica (2013), es nuevamente un punto de inflexión en su historial musical. Las letras siguen siendo marca de la casa, sin embargo ahora el envoltorio de las canciones es más detallista, y las texturas más ricas. Incluso curiosea con la electrónica, algo inédito en su discografía. Precisamente por esa ruta empiezo la charlar con Kiko; le pregunto a qué se debe ese cambio, la razón de explorar nuevas texturas musicales. Para empezar —me dice—, tuvo mucho que ver en este sonido el productor: Raül Fernández (Refree). El barcelonés, musicalmente, “tiene un sentido agresivo, muy poderoso”, me dice Kiko. De hecho, los arreglos estuvieron a cargo de él. “Se basó en sonidos diferentes, en sonidos agresivos, sonidos rockeros, sonidos distorsionados, sonidos de teclados y de amplificadores de pedales”, explica. Indago más en esto, así que le pregunto si sentía que era una necesidad suya ésa, la de explorar otros caminos. “Todo se dio de forma natural”, me responde. “Me ofrecieron trabajar con él, nos reunimos, e inmediatamente nos entendimos. La primera vez que hablamos, le vi bien. Le vi una persona sensata y con carisma. Él es un investigador del sonido, y tenía unas texturas que me parecían interesantes. El disco suena diferente de otros que haya hecho; no tiene nada que ver con lo que venía haciendo.” Lo que no ha cambiado es lo incisivo de las letras, siempre inteligentes, llenas de imágenes, divertidas. Le digo a Kiko que, si con la edad, la forma de componer se vuelve más sencilla. Sonríe, y no lo piensa mucho: “Viene la madurez. La experiencia y la cantidad de años que llevo haciendo canciones me permiten trabajar ahora de forma natural, me permiten trabajar de manera más fluida. Hay canciones últimamente que las hago ya sin guitarra, sin nada, las hago mentalmente…” Supongo que mi rostro expresa sorpresa, o duda, pues se apresura a aclarar: “Me refiero a que las puedo construir aquí —puntualiza Kiko, y se lleva las manos a la cabeza—, en la mente. Llegan las historias, los versos, incluso la música. O sea, es cuestión de práctica.” Y los temas, ¿siguen siendo los mismos: el amor, el desamor… en fin, todo eso de lo que hablan las canciones? “Yo creo que la escritura no va sobre el amor.” Esto dice Kiko y se detiene breves segundos, tratando de dejar clara esta idea. Habla pausado: “La escritura poética es sobre el misterio. Y el misterio encierra al amor, la vida, la muerte, la infancia; en fin, lo que quieras. Lo que la poesía intenta descubrir es el misterio que hay en esas frase a veces muy cotidianas.” Eso sí: no hay regla de oro para componer canciones, me explica Kiko; quien crea lo contrario, mal va. Hay detalles que ayudan. “Que tengan ese misterio interior, es buen inicio. También hay letras y palabras que tienen mucho ritmo; los versos cortos, asimismo, le dan fluidez y cadencia a las canciones. Pero lo más importante es que las letras, las historias, tengan dos o tres sentidos; es decir que tengan una primera capa, luego una segunda, incluso uno tercera. Son trucos del oficio.” Los temas se agolpan: cómo lleva su vida cotidiana ahora que ya puede vivir de su trabajo (o sea, la música); el IVA en España; nuestros funcionarios culturales que no dan el ancho… Sin embargo, el tiempo nos tiene cercados: Kiko aún tiene una infinidad de cosas por realizar… entre ellas, comer. —No quiero irme sin preguntarle por Internet y las repercusiones que ha tenido sobre la industria musical. —Son muchos factores los que encierra. Por el lado positivo nos permite conocer mucha música que se está haciendo en otro lado, y que de otra manera no tendría uno acceso. Eso se agradece… El lado opuesto, el negativo, es que la música ya no se escucha en alta fidelidad, no se escucha con gran calidad. Otro factor que veo, y con preocupación, es el tiempo. A mí me parece que el conocimiento que vamos teniendo de los demás, y de las demás músicas, necesita un tiempo. Internet, sin embargo, es un medio en el que hay muy poco tiempo. Ahí todo es excesivamente deprisa. Todo se va devorando a sí mismo de una forma que, digamos, trabaja en dirección contraria a los fenómenos culturales más profundos, los cuales se basan más en escuchar las cosas con un detenimiento, con un tiempo, buscando más un alcance mayor. Creo que debemos prestarle atención a eso.   Nota bene: el resultado del laboratorio musical podrá verse, y escucharse, en un concierto que ofrecerán los involucrados en el Centro Cultural España. La cita es sábado 22 de noviembre, a las 20:00 horas. Además de estar ahí, Kiko Veneno tiene otra presentación: será el martes 25 de noviembre, en el Bataclán, a partir de las 21:00 horas.     Contacto: Correo: [email protected]     Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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