A seis años de su declaración unilateral de independencia, la desigualdad social lastra el proyecto kosovar. Además, la división interétnica se profundiza mientras se negocia una paz definitiva con Serbia.    Por Irene Savio/Envida   Pristina, Kosovo. – “¿Ve ese pueblo? Ahí han construido una réplica de la Casa Blanca como la de Washington y, mientras, la gente se muere de hambre”, dice un conductor de un todoterreno. El edificio, de color blanco —exactamente como el original en Estados Unidos, mide unos seis metros de altura y es la sede de la municipalidad, inaugurada dos años atrás por el Partido Democrático (PDK) del ex guerrillero Hashim Thaçi, el hoy primer ministro de Kosovo. En el sexto aniversario de su independen­cia de Serbia —celebrado el pasado 17 de fe­brero—, la violencia interétnica surgida tras el fin de Yugoslavia ha disminuido, pero apenas hay señales de que este país va camino hacia la normalidad. Empezando por su maltrecha economía: su índice de desarrollo humano es de 0.7, el peor de la región, incluidas Albania y Bulgaria. Además, un tercio de su población está por debajo de la línea de la pobreza, la renta per cápita es de 2,700 euros y 68% de la población activa no tiene trabajo (al menos legalmente), según cifras del Instituto de Estadísticas de Kosovo y de la ONU. La estudiante de Ciencias Políticas, Krenare Loxhaj, de 20 años, que de las olvi­dadas campiñas del país se ha ido a probar suerte a la capital, Pristina, lo interpreta así: “Hemos luchado tanto para terminar en las garras de la incapacidad, de la corrupción y del crimen organizado. Esto es Kosovo. Un país donde hay gente que vive en la miseria más primitiva y otros que son riquísimos”. Según estimaciones, en Kosovo —donde 61% vive en áreas rurales y la edad prome­dio es 30 años—, cada año 30,000 personas deberían ingresar en el mundo laboral, pero apenas 9,000 se jubilan. El PIB creció apenas 2.5% en 2012, un dato débil comparado con el de otras economías en fase de expansión. La pésima situación de Kosovo tiene, sin duda, raíces en su independencia, promovida y fomentada por Estados Unidos, pero toda­vía no reconocida por Serbia ni por muchos otros países en el mundo, entre ellos cinco europeos: España, Grecia, Chipre, Rumanía y Eslovaquia. De ahí que Kosovo no posea, por ejemplo, un prefijo telefónico nacional —usan los de Mónaco y Eslovenia—; una dirección IP propia y ni siquiera el código iban, que la Unión Europea usa para ras­trear el origen de las transacciones banca­rias. Lo que es, claro, un caldo de cultivo para los criminales de la región.   Tierra de mafias El último Progress Report de la Comisión Europea (CE), publicado en octubre de 2013 para ubicar los progresos del país, en vista de una posible entrada a la Unión Europea (UE), lo explica de forma clara. Kosovo “continúa siendo” uno de los principales puntos de tránsito y almacenamiento de heroína y marihuana de la región, así como un nudo de la trata de seres humanos “con un incremento de las víctimas menores de edad”. El crimen organizado —concluye el documento— sigue siendo un problema serio en Kosovo. De ahí que recientemente los analis­tas interpretaran la victoria en las elecciones municipales de Pristina de Shpend Ahmeti, como una voluntad de cambio de los kosova­res. Un cambio que, sin embargo, se anuncia polémico, siendo que Ahmeti se alió con el partido extremista Vetëvendosje, cuya retó­rica incluye la promoción del controvertido mito de la gran Albania, es decir, la unión de los albaneses también fuera de las fronteras de Albania. Esto en un país donde serbios y albaneses aún no han sanado sus heridas. “Los ciudadanos han votado por mí porque quieren cambios, en un país donde la corrupción reina soberana”, argumenta Ahmeti a Forbes México, al confirmar que él mismo apoya el proyecto de una gran Albania. “La unificación de Kosovo y Alba­nia no es un asunto cerrado. Hay que hacer un referéndum. Lo que los serbios tienen que entender es que, en este país, más de 90% de la población es albanesa”, agregó el nuevo alcalde de Pristina.   Segregación, un foco rojo A pesar de los preacuerdos y de las reuniones realizadas en los últimos meses entre Serbia y Kosovo para encontrar una paz definiti­va, la división entre kosovares de etnia albanesa y serbia se ha profundizado, como constata el politólogo Arben Hajru­llahu, de la Universidad de Pristina. “Los jóvenes albanokosovares no hablan serbio y lo mismo ocurre al revés. Cada uno tiene sus escuelas, sus hospitales, sus canales de televisión y radio, sus diarios”. Apenas hay, además, matrimonios interétnicos. En algunas zonas del país la división llega a niveles fantasmagóricos. En Dechani, don­de ocho soldados de KFOR —de los 4,800 militares que la OTAN mantiene todavía en el país, sobre la base de la resolución 1244 de la ONU— velan sobre la vida de los 25 monjes que custodian con uñas y dientes el monasterio de Visoki, uno de los símbo­los originales del cristianismo ortodoxo de los serbios. “Este odio continúa, digan lo que digan”, cuenta uno de los monjes, mientras camina entre las tumbas profanadas del cementerio ortodoxo adyacente al monasterio. El mayor estado de abandono lo viven aquellos serbokosovares que están en las decenas de enclaves que hay esparcidos en todo el país, como el de Orahovac (oeste), donde habita Slavica Stankovic, junto a otras 270 familias de serbios. “¿Cómo paso mis días? Encerrada en mi casa, con miedo”, cuenta esta mujer que hace diez años, durante las represalias de albaneses contra serbios, fue despojada de la casa que tenía en el pueblo y ahora vive en una chabola, junto a su marido, su hijo, su suegra y los tres hijos de la pareja. “A no­sotros nos abandonaron todos”. Pero las rarezas de Kosovo no acaban aquí. De hecho, un fenómeno particular­mente sospechoso ha sido la entrada en el mercado kosovar de personajes que antaño tuvieron un papel de relevancia en el conflicto entre este país y Serbia. Entre ellos está el retirado general estadou­nidense Wesley Clark, jefe de la OTAN durante la ofensiva contra Serbia en 1999 y hoy presidente de la empresa Envidity, quien solicitó una licencia para explotar los ricos yacimientos de carbón del país. “Esto es, cuanto menos, escalofriante”, observa Michael Waschak, profesor de la American University de Pristina.   La esperanza A pesar de todo, alguna señal esperanza­dora hay. En Prizren, la ciudad más bella  del país, el abad Andrej Sajc reconstruyó en 2010 la iglesia serbio-ortodoxa que había sido destruida en 2004 por extre­mistas albaneses. “Poco a poco se están acostumbrando de nuevo a tenernos por aquí y ahora estamos formando a unos 50 seminaristas”, dice Sajc, quien, con su anterí (sotana) negra y barba larga, segu­ramente no pasa desapercibido. “No sé si esas negociaciones con Serbia tendrán resultados concretos, pero al menos algo se mueve”, agrega. En efecto, algunos serbokosovares están regresando a ocupar puestos en las instituciones y en la política del país, como el serbio Slobodan Petrović, uno de los cinco viceministros del primer ministro Taçhi. “Se dice que el crecimiento económico de Kosovo resolverá los problemas del país. Pero, ¿éste es un argumento válido?”, se preguntaba un informe de 2012 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Según Arber Ibrahimi y Kurab Zhuja, de 33 y 28 años, sí. O al menos en parte. “Un sector en el que Kosovo puede invertir y tener éxito es el de la alta tecno­logía”, dice Arber, que junto a su colega ha creado PrimeDB, una pequeña empresa que se dedica a monitorear las noticias que se publican en los medios de comunicación y que el año pasado tuvo beneficios. Pero Kurab lo interrumpe y añade: “Claro que es fundamental que resol­vamos nuestras disputas y que haya equidad social”. Arber se arremanga la camisa, titubea y luego responde. “En el mundo hay dos tipos de personas. Los que se esconden y los que luchan. Yo soy de estos últimos”. kosovo_2_buena

 

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