Es como una conmoción constitucional, como si un tráiler hubiera pasado por encima de muchas de las convicciones y principios que han estructurado el sistema de administración de justicia en México.

De ese tamaño es el daño que una mayoría de ministros le propinó a la Suprema Corte, al aprobar la consulta sobre los ex presidentes, y en un momento en que los jueces son –o eran— uno de los pocos contrapesos que se subsisten ante el Poder Ejecutivo.

Es inquietante, porque la conformación actual de la Corte se mantendrá en el tiempo y enmendar lo que hicieron será sumamente complejo. Es más, en el plano nacional no hay forma de resolver el entuerto y en el ámbito internacional (debido a los tratados internacionales que quedan en entredicho) puede ser tardado y complejo.

Es triste, porque se tira por la borda la independencia judicial y se abre una puerta de incertidumbre en la que pueden privar los abusos.

Se dirá que se evitó un choque con el presidente Andrés Manuel López Obrador, pero lo cierto es que la decisión que tomaron es tan nociva como el peor de los diferendos, con el agravante de que debilita la credibilidad del tribunal más importante.

La determinación de que se realice una consulta sobre el pasado, sobre “actores políticos” somete a la justicia al veredicto de las mayorías, compromete la vigencia de los derechos humanos y se escabulle de la obligación que tienen las autoridades de indagar los delitos. Por dónde se le vea, es una tormenta perfecta, que además será una simulación, porque no existen límites al galimatías que aprobaron los ministros, para intentar corregir lo presentado por el presidente.

Habrá consulta, pero en términos reales no servirá de nada, más allá de comprometer la idea misma de justicia. La Corte se entregó a un capricho sin futuro, porque privó el cálculo sobre el deber de defender a la Constitución en todo momento.

El consenso de juristas y expertos sobre la gravedad de lo ocurrido, muestra el tamaño del error y esboza que las consecuencias serán profundas y duraderas.

Los ministros olvidaron que su papel requiere de entereza y de estar dispuestos a contrariar a las mayorías para que prive el derecho. Se sintieron políticos y ello les significará un costo muy alto que, por desgracia, quien pagará de modo definitivo será la sociedad misma.

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