Por Lara Blanco Rothe* Aún no concluye el ciclo de elecciones en América Latina. En 2019 todavía veremos a las poblaciones de varios países acudir a las urnas y es esperable que los temas relacionados con la igualdad de género continúen siendo objeto central de debate, como lo hemos visto en muchos de los procesos electorales ocurridos en el 2017 y el 2018, en cuyo marco se han disputado las demandas por mayor igualdad entre mujeres y hombres. En las posiciones de actores políticos tradicionales se observa una gran dificultad para situar a las mujeres y al movimiento de mujeres como actor político e incluso parece haber una tendencia a relegar las reivindicaciones por la igualdad a un lugar secundario. No se ha entendido suficientemente que una de las claves más importantes para la prosperidad de los países y para fortalecer la salud de las democracias en la región está justamente en prestar atención a las mujeres y las niñas. Como sujeto político, el movimiento de mujeres es quizás el más efectivo y el que acumula logros más sostenidos en la historia reciente de la región, y puede que sea justamente en razón de este avance silencioso que los detractores de la igualdad buscan por ponerle freno por todos los medios a su alcance. Pero a pesar de la incomodidad que puede existir entre algunos, los resultados en torno a la igualdad de género continúan siendo insuficientes. Las expresiones de la discriminación y las barreras que impiden el efectivo ejercicio de derechos por parte de las mujeres son menos tolerables para las jóvenes; han hecho de la violencia y el hostigamiento sexual centro de indignación y esfuerzos de movilización. Crecientemente se suman a estos movimientos hombres solidarios y críticos de la cultura del privilegio. De la mano de estas nuevas expresiones sociales ha surgido y se ha regionalizado el movimiento NiUnaMenos y #VivasNosQueremos y ha cobrado auge el movimiento #MeToo, recibido en un inicio con expresiones mixtas. Mientras que mujeres jóvenes usuarias de redes sociales se sumaron al movimiento, en el seno del feminismo académico el movimiento llegó a ser objeto de debate, con posiciones encontradas entre feministas de la región. Sea como sea, entre la espontaneidad de unas y la sospecha y suspicacia de las otras, las consecuencias no se hicieron esperar: estudiantes chilenas manifestándose en las calles a lo largo de varias semanas, contra la tolerancia al acoso en las aulas universitarias y exigiendo revisar y repensar su lenguaje y ejemplos en las aulas, en Argentina la denuncia por violación de una reconocida actriz de una serie infantil y juvenil provocó movilización a escala nacional a finales de 2018 y más recientemente la ola de denuncias contra figuras públicas en Costa Rica son testimonio de la contundencia con que las mujeres están exigiendo sus derechos. Los casos que han atraído la atención pública representan sólo una muestra de la cantidad de mujeres y niñas que desde 2017 cuando iniciaba el movimiento, han dado a conocer sus experiencias de abuso en instancias formales e informales, poniendo en evidencia la inmensa diversidad del perfil de los acosadores. También se ha evidenciado cuán difícil continúa siendo la ruta para todas aquellas mujeres que han sido víctimas de abuso sexual, violación y hostigamiento por parte de figuras de autoridad en los centros educativos, en el lugar de trabajo, en el mundo del deporte y la danza, la religión o la política. Frente a la ola de denuncias, la institucionalidad, los medios de comunicación, los partidos políticos, las escuelas, las familias y la ciudadanía tienen la oportunidad de revisar sus prácticas, creencias y narrativas. A través del trabajo de medios y con la participación de otros sectores que se suman a la invitación del movimiento #MeToo se abre un espacio necesario para reflexionar y cuestionar los umbrales de tolerancia, la aceptación y naturalización de la violencia contras las mujeres. Este tipo de ejercicio, de escrutinio de posturas éticas, intelectuales y políticas naturalizadas que mantienen el statu quo pueden ser la clave para que la región pueda, de la mano de las mujeres, superar el momento difícil por el que atraviesa la democracia en la región. En los últimos años se ha evidenciado la impaciencia de la ciudadanía con la corrupción y la política, dando lugar a un declive sostenido en el apoyo de la ciudadanía a la democracia. Solamente el 28 % de las mujeres (frente al 32% de los hombres) manifiestan estar muy satisfechas o satisfechas con el funcionamiento de la democracia y hay cinco puntos de diferencia entre mujeres y hombres cuando se pregunta si consideran que la democracia es preferible a cualquier forma de gobierno, siendo éstas las menos convencidas de que ello sea así (Latinobarómetro 2017). Como sociedades estamos en la obligación de dar debido tratamiento a esta fuente de conflictividad en clave democrática y de respeto a la dignidad y los derechos humanos de las personas. Aunque perfectibles, el proceso de avance hacia la igualdad ha resultado en marcos legales que recogen las expectativas de las mujeres y niñas de mayor participación, oportunidades, autonomía y seguridad frente a las violencias. Entre actores privados, las empresas han venido cobrando mayor conciencia de que los mejores resultados van de la mano con mejores condiciones para las mujeres, pero aun cuando las adhesiones a los postulados de la igualdad son cada vez más numerosas, los esfuerzos han de redoblarse. Lo mismo aplica para el terreno de la política y de lo público, donde las fracturas persisten y donde el mensaje de que la impunidad ha dejado de ser una opción frente a la corrupción y el privilegio deben calar más profundamente. *Doctora en filosofía, abogada y feminista. Directora Regional Adjunta de ONU Mujeres.   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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