La tarde del 2 de octubre de 1968 sigue gravitando en nuestra vida pública. Más de medio siglo. Las disputas sobre el legado de aquel movimiento estudiantil que buscaba libertades democráticas, pero terminó en una dolorosa tragedia en Tlatelolco, siguen vigentes.  

Esto es así, porque la fuerza del mito y el sacrificio sigue vigente y porque muchos de los elementos que propiciaron el desenlace sangriento siguen presentes en la memoria colectiva. 

El conocimiento de la historia, sin embargo, es difuso para una gran mayoría. Se dan por establecidas las líneas generales del suceso, la represión que cobró la vida de tres decenas de personas en la Plaza de las Tres Culturas y del agravió que eso significó porque participaron elementos del Batallón Olimpia, el Estado Mayor Presidencial y tropas de soldados. 

Un crimen de Estado, que trató se ser sancionado al arranque del siglo, durante el gobierno de Vicente Fox, y por el que un ex presidente de la República, Luis Echeverría, estuvo en prisión domiciliaria. 

Lo que suele olvidarse, es el carácter democrático que nutrió al Consejo General de Huelga y que daría paso, con posterioridad, a las reformas al sistema político mexicano, pasando de la cerrazón del partido dominante, a las inciertas aperturas de la pluralidad.

Por eso es inquietante que por momentos la conmemoración del 2 de octubre se extravíe en signos de intolerancia que son ajenos a su propio pasado. El legado más relevante de Movimiento Estudiantil, es que colocó en la agenda pública la necesidad de la apertura democrática, de la inclusión de México en una ola de transformaciones que conducirían a un régimen de libertades. No fue sencillo, por supuesto que no, y muchas de las fuerzas regresivas siempre han estado presentes, antes y ahora. 

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De modo particular se encuentran los agresivos, los que no tienen una idea ni elemental del suceso, pero que lo imaginan como un agravio de los que gobernaron en el pasado reciente. Forman parte de estos contingentes los que expulsaron a Denise Dresser de la plancha del Zócalo, argumentando que no era bienvenida a una conmemoración que consideran de secta y cofradía. Es la distorsión que genera el veneno de la propaganda. 

Al menos desde Miguel de la Madrid y hasta Enrique Peña Nieto hay una distancia palpable con el ambiente que hizo posible la fuerza mortífera que lanzaron Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría contra los estudiantes y que posteriormente diseñaron y llevaron a cabo un plan anti subversivo que dejó un saldo de al menos 500 desaparecidos.

El combate a las guerrillas y en particular a la urbana, que estaba conformada por jóvenes estudiantes desencantados por lo ocurrido en Tlatelolco, fue sin miramientos legales. Por eso aún ahora su indagación es dolorosa y se muestra en las visitas de los familiares de desaparecidos al Campo Militar 1.

Un aspecto central, que explica la actualidad del 68, es la utilización del Ejército por los civiles. La resolución violenta, porque no se supo o no se quiso utilizar a la política como herramienta para la construcción de soluciones. Un error de proporciones mayores que da cuenta de muchos de los nudos de la vida pública de antes y de ahora. Una lección dura y triste.

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