Desde hace años escuchamos cifras sobre homicidios y rivalidad criminal. Esto hizo que de algún modo nos inmunizáramos ante el espanto. En México se mata y se mata mucho, esa es la triste realidad. 

En los últimos tres años fueron asesinadas 121 mil 642 personas, es una cifra que rebasa a las muertes por homicidio durante todo el sexenio de Felipe Calderón, donde los registros marcan 120 mil 463 fallecimientos en episodios de violencia deliberada. 

Es como una rueda de molino que no para desde hace décadas y que, por lo visto, no parará. 

Es evidente que las cosas no están funcionando. El presidente López Obrador ha señalado que en la actualidad hay funcionarios honestos encargados de atender el problema de la seguridad y tiene razón, pero eso no es suficiente.

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El centro del problema es que las organizaciones criminales no tienen incentivos para dejar la violencia. Los mercados ilegales funcionan y en ellos el control se establece por la fuerza. 

Por ello, a las diputas territoriales, como las que ocurren en algunas regiones de Michoacán, ahora hay que sumar la batalla que se está dando por controlar las cadenas de suministro de productos alimenticios. Lo que pasa en Guerrero, donde no se puede vender pollo al menudeo sin la autorización de los bandidos, es una muestra de este problema y que además se agrava por las dinámicas de la extorsión.

La estrategia de la actual administración, hasta donde se conoce, porque muchas de sus aristas son oscuras, consiste en revertir las condiciones que generan la violencia. Parten del diagnóstico que sostiene que la delincuencia está ligada a lo social, a diversas carencias y falta de oportunidades. 

A ello suman la ruptura en los valores y una suerte de degradación de los espacios de convivencia social. 

Es así, pero solo en parte y no aplica para los grupos más poderosos del crimen organizado, donde sus rutinas y forma de actuar, requieren inclusive de leyes especiales para enfrentarlos. 

Por ello es que los programas sociales e inclusive los proyectos de construcción de la paz no están siendo suficientes.

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Primero porque los altos niveles de violencia no tienen un origen en la pobreza y porque se requieren acciones policiacas puntuales para desmantelar o inhabilitar a los grupos delincuenciales. 

Quizá ahí esté la debilidad, en concentrarse en los aspectos sociales y dejar de lado, de algún modo, los operacionales. 

Al arranque de este gobierno estaban convencidos que al invertir la lógica y no utilizar la fuerza legitima de modo recurrente, se empezarían a vislumbrar los resultados. Ya no fue así. 

A estas alturas en las áreas de seguridad y con los datos obtenidos en el periodo de gobierno, ya saben que la violencia, en términos generales, proviene de la rivalidad criminal, lo que desmonta diversas leyendas sobre el papel que habrían tenido las fuerzas armadas como propiciadores del aumento de la letalidad. Ni antes, ni ahora, fue así.

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