En los últimos días se ha avivado el debate en torno al papel del Ejército en la política de seguridad en México, bajo el mandato de López Obrador. Esta discusión no es nueva ni tampoco privativa del país; lejos de ello, en la mayoría de los países de América Latina han incorporado desde hace tiempo, en mayor o menor medida, a las fuerzas armadas en contra del crimen organizado.

El reciente anunció del mandatario mexicano de que emitirá un acuerdo para que la Guardia Nacional pase a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) fue recibido con alarma por quienes argumentan se está militarizando el país. Diversas notas y artículos de opinión de medios nacionales e internacionales así lo confirman, no obstante que la declaración del presidente no se ha materializado en un acuerdo de decreto.

Las críticas al presidente han puesto en la misma balanza a la Suprema Corte, a quien se le exige decida como un tribunal constitucional y sirva de límite a lo que organizaciones civiles y especialistas advierten como un proceso de militarización.

Pero además de la lectura jurídica del papel de las fuerzas armadas en las tareas de seguridad pública, tenemos otro enfoque de índole operativo, menos atractivo mediáticamente, aunque fundamental en la eficacia del Estado para procurar seguridad a su población.

Desde esa perspectiva, habríamos de renunciar a asumir en automático que el uso de las fuerzas militares en temas de seguridad es per se negativo. Las Fuerzas Armadas han pasado a ser una institución básica en la función del Estado moderno como monopolizador del uso legítimo de violencia dentro de un territorio determinado. 

Una segunda cuestión crucial es la creciente complejidad del concepto de seguridad pública, que implica, entre otras muchas variables, la participación de múltiples actores y capacidades, desde la inteligencia, la investigación y el trabajo operativo. En esta multiplicidad de aristas de la seguridad pública, hay evidencia que indica la idoneidad de la participación del ejército en cierto tipo de operaciones relacionadas a objetivos estratégicos, comúnmente vinculadas al narcotráfico, mientras que esa eficacia se ve reducida en tareas de patrullaje o la procuración del orden en zonas altamente pobladas, en contraste con el desempeño de los policías en ese tipo de actividades. 

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Esto se explica en gran medida porque los militares están entrenados para ver enemigos donde los policías ven delincuentes. Las marcadas diferencias en la formación de las fuerzas militares preparadas para la defensa exterior versus cuerpos policiales, representa un reto fundamental en términos de articulación entre la Guardia Nacional, las policías estatales y municipales, así como fiscalías y procuradurías. Este aspecto, la coordinación de capacidades requiere más entendimiento e integración en un contexto nacional en el que no todos los problemas de inseguridad se derivan del narcotráfico: la mayor parte de los delitos son de fuero común, lo que requiere el trabajo coordinado entre policías municipales y estatales. 

Más allá de que se concrete el anuncio del presidente, lo cierto es que, en los hechos, Sedena ha llevado el control operativo en el tema de seguridad, así como la organización estructural de la Guardia Nacional. Ante el reto de pacificar al país, inmerso en una espiral de violencia desde hace más de una década, es imperante que la coordinación empiece en casa y sea de mayor énfasis a una formación con enfoque de derechos humanos a los miembros de las fuerzas armadas, así como el replanteamiento de la postura de México ante el problema de las drogas.

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Contacto:

Maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Oxford y Licenciada en Ciencia Políticas y Relaciones Internacionales, por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

Twitter: @palmiratapia

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