Justo en un momento en el que México firmaba el T-MEC, tratando se consolidar su estrecha y fructífera relación con su socio del norte, los Estados Unidos; justo en un momento en el que México se situaba en un contexto en el que la economía muestra su peor cara, dados los efectos ocasionados por una pandemia sin precedentes, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha salido en defensa de una nacionalización del sector energético, tratando de incrementar la presencia de la planificación estatal en una economía que, considera, se encuentra claramente deteriorada por una explotación que, pese a la subvención estatal, no tiene satisfecho al mandatario.

Como decíamos, justo en un momento en el que la economía mexicana registraba pronósticos que la situaban dentro del conjunto de economías más damnificadas por los daños ocasionados por el virus; con contracciones que prevén situarse, de acuerdo con los organismos internacionales, por encima del 10% del PIB; así como, también, por encima de la contracción promedio que espera registrar el conjunto de economías de América Latina, PEMEX, así como la gestión pública de un sector de vital importancia para México como este, pretende ser una de las herramientas para corregir tan nefasta situación económica; pues cabe recordar que no solo se está avanzando hacia un mayor deterioro de la economía mexicana, sino que, atendiendo a los precedentes, la gestión del mandatario, desde su inicio, viene precedida por un estancamiento de la economía mexicana que le llevó a cerrar el ejercicio 2019 con un crecimiento nulo.

Al parecer, las intenciones de AMLO es tratar de potenciar una industria que, como las renovables, podría ser plenamente explotada por el gobierno mexicano, desde una óptica intervencionista y donde el país se encargue de controlar la producción. Sin embargo, dichas intenciones han entrado en conflicto con las de productores e inversores extranjeros. Inversores que se oponen a dichos deseos del presidente, ante la posibilidad de que se incumplan los acuerdos alcanzados con estos. Pues, aunque la nacionalización de la producción pueda ser legítimamente reclamada por AMLO, hablamos de inversiones que, ante la situación, corren el riesgo de extinguirse; razón por la que grandes multinacionales ya se han puesto manos a la obra, tratando de defender sus intereses, así como los de sus inversiones, ante el World Resources Institute de México.

Con el fin de que, como ya anunciaba el presidente, los órganos reguladores del sector energético participen en la nueva política, sumando esfuerzos con el Gobierno, AMLO pretende reforzar PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad (CFE), mediante la nacionalización de la producción, pudiendo ser complementado con contratistas que podrían tener acceso hasta a un 46% de la generación nacional de electricidad.

En este sentido, una reforma que nace con el fin de recuperar el dominio público de uno de los sectores más atractivos en el país, así como uno de los sectores a los que más importancia ha dado un mandatario que trata de corregir las pérdidas de una PEMEX a la que, ya en su campaña para la presidencia de México, prometió rescatar y sacar del atolladero en el que se encuentra inmersa.

Más allá de la propia viabilidad de nacionalizar la producción de petróleo, así como de renovables, en México, debemos ser conscientes, también -y dejando de lado aquello que, como esto, se ve- de lo que no vemos. Y con esto no me estoy refiriendo al potencial que pueda tener el sector privado en la explotación de una industria fundamental para el país azteca, sino los altibajos de un Presidente que, ante la necesidad de atraer una inversión extranjera que lleva ya un tiempo comportándose medianamente mal, toma decisiones en caliente que asustan a los inversores internacionales; máxime cuando se trata de decisiones que, lejos de ser normativa regulatoria, hablan de nacionalizar una industria, echando al conjunto de competidores que en ella se encuentran.

Este tipo de situaciones, justo en un momento en el que México comenzaba una fase de integración económica con el que, hasta ahora, se había convertido en su mayor socio comercial, ponen en juego las relaciones de México con el exterior. Unas relaciones que, dicho sea de paso, soportan gran parte de la economía mexicana; además, en un momento en el que, con el mal comportamiento de la demanda interna, así como otra serie de elementos de gran relevancia para la economía del país, se enfrentan a una situación muy complicada. Para hacernos una idea, hablamos de un sector exterior que, para México, soporta cerca del 78% de su producto interior bruto (PIB). Tal es su peso que, atendiendo a la histórica contracción del segundo trimestre, la fuerte caída de las exportaciones y las importaciones en el país, justifica parte de esa drástica caída que vivía el PIB mexicano y que dejaba cifras históricas (19,9%), sin precedentes en su serie histórica.

Ante semejante dependencia del sector exterior, este tipo de decisiones ponen en riesgo una serie de relaciones comerciales que, ante tales prácticas proteccionistas, podrían seguir dañando la economía mexicana. Una economía mexicana que, precisamente, precisa de la atracción de inversiones extranjeras, así como socios, que devuelvan al país a si situación emergente, donde los crecimientos sigan dándose y el país pueda seguir desarrollando, así como ejecutando, políticas que traten de corregir situaciones, a priori, prioritarias para mejorar la economía en el país. Una economía que, dicho sea de paso, no sufre los efectos de una mala gestión de la política energética, sino los efectos de una gestión que, atendiendo a su rumbo, muestra su carácter más desenfocado e improvisado; afectando, de esta forma, a la credibilidad institucional del país. 

Pues, cabría acabar diciendo que México precisa reformas para seguir reforzando su economía, y quizá la reforma del sector energético sea necesaria; ahora bien, nacionalizar sectores y planificar la economía son el tipo de reformas que, de cara a la atracción de capital extranjero -tan importante para el país-, tienen un efecto contraproducente. En resumen, una apuesta que, de salir mal, seguiría descapitalizando un país que, en estos momentos, precisa justamente de lo contrario para reflotar su economía.

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