Hay dos festivales dentro de Cannes: el que se experimenta dentro de las salas y otro del que muchas veces se es solo testigo en la Croisette, la icónica avenida en la que se ubica el Palais del Festival y donde se lleva a cabo la mayoría de las actividades. Dentro de las salas se comparte la efervescencia de estar presentes en la develación de una obra fílmica y formar parte del moldeamiento de la expectativa para la audiencia que tendrá oportunidad de verla en cuestión de meses. Por otro lado, en las calles se ve el barullo de la gente local y foránea en un ambiente cosmopolita bastante peculiar. Cannes es como un sistema de castas en muchos aspectos, de férreas medidas de seguridad y un tufo elitista que se desprende de su exclusividad. Con este dilema entre ser un festival de cine y otro en sí mismo, el festival abrió con la película Les Fantomes d’ Ismael, producción francesa del cineasta Arnaud Desplechin anclada en la interacción entre sus tres astros galos: Mathieu Almaric, Charlotte Gainsbourg y Marion Cotillard. La película presenta a Ismael, un cineasta en crisis que tiene una relación con la frágil astrofísica Sylvie (Gainsbourg) que le da cierto balance, pero esto se trastoca cuando Carlotta (Cotillard), la esposa de Ismael regresa después de haber estado desaparecida durante décadas. La película es ambiciosa en lo que quiere lograr, pero se desdibuja en una maraña de ideas, estimulantes y atractivas todas, que es difícil desanudar para entender hacia dónde van o de dónde vienen, creando un caos espectral rico en referencias pictóricas y fílmicas. Sin duda resultará atractiva para la audiencia dado el calibre del talento involucrado, pero Les Fantomes d’ Ismael se queda como todo fantasma, a medio camino ente ser y no ser.
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