Por Francisco Miranda López* No una, sino diez ocasiones se ha reformado el artículo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, de 1917 a 2016. Estas reformas han dado lugar a la estructura y dimensión de la educación obligatoria actual, a partir de cinco hitos fundamentales:
  1. La definición de sus principios históricos fundacionales: educación pública, gratuita y laica, así como de su orientación democrática y hacia la convivencia humana.
  2. El crecimiento de la escolarización obligatoria que ahora cubre desde la educación preescolar, hasta la media superior.
  3. La distribución de la función social educativa, que establece el marco legal de atribuciones entre los diferentes órdenes de gobierno.
  4. El reconocimiento del enfoque de derechos que pone mayor énfasis en la atención de los grupos más vulnerables.
  5. La incorporación de una característica más a la educación obligatoria con la reforma de 2013: el ser de “calidad” -definiéndola como “el máximo logro de aprendizaje de los alumnos”-, asignando al Estado la obligación de garantizarla.
Las aportaciones constitucionales para hacer de la educación una palanca de inclusión, desarrollo, bienestar e igualdad social, son claras. Sin embargo, los problemas aparecen en el momento de su implementación a través de las instituciones responsables, de las políticas que emanan del Estado y de los gobiernos en turno. Es en esta arena donde se ponen a prueba las leyes, la voluntad política y las capacidades institucionales, frente a las resistencias, las restricciones institucionales y los conflictos, lo que en conjunto marca los espacios de viabilidad y avance entre los fines, y lo que realmente se concreta. Estos problemas de implementación reflejan, en el fondo, la tensión con la que nació el artículo tercero constitucional en el marco del arquetipo originario del liberalismo social que fue la gran pértiga para afianzar la estabilidad social y la gobernabilidad política del país. En la realidad de la política educativa, esta tensión se manifestó en una lógica pendular: a veces más liberal alineada a los ideales de progreso de la sociedad de mercado y a veces más social, con mayor cercanía a los anhelos populares de justicia y democracia. Las reacciones ante cada extremo de esta contradicción, asociadas a la puesta en marcha de la ley, distintos espacios de encuentro en esta arena, a partir de lo que algunos analistas denominan la “trayectoria de dependencia”. El resultado ha sido un diseño organizativo basado en tres patrones de dependencia institucional que amalgamados al sistema educativo mexicano y que aparecen, invariablemente, en los procesos de implementación: la centralización político-administrativa, que se caracteriza por la estructura de decisiones altamente concentrada y anclada en el poder federal sobre el funcionamiento de los servicios educativos locales; la mediación política-corporativa, es decir, este sistema de representación de intereses que sirve de puente de comunicación y procesamiento de conflictos entre las élites gubernamentales y los diferentes actores involucrados en el funcionamiento del sistema educativo; y el regulacionismo pedagógico y curricular, que alude a la trayectoria institucional basada en la definición centralizante de las grandes orientaciones educativas y de los contenidos y los procesos de gestión en la escuela para definir qué se enseña y cómo. Conviene tomar en cuenta esto cuando la reforma de 2013 y el nuevo modelo educativo mexicano que se deriva de ella, plantea sustituir la centralización político-administrativa por un nuevo modelo de gobernanza institucional; la mediación política corporativa por un sistema de mérito y de evaluación; y la regulación pedagógica centralizada por la autonomía curricular para las escuelas. Una hipótesis que explica estos patrones de dependencia es que la matriz del liberalismo social no ha podido cristalizarse en nuestro sistema educativo, entre otras razones, por la desigualdad social, la falta de transformaciones democráticas, la ausencia de innovación de las instituciones del Estado y un déficit de ciudadanía plena. Mientras esto no se resuelva, será muy difícil crear un escenario político, social y cultural que permita nuevos arreglos institucionales para definir y ejecutar las políticas educativas de la reforma. En tanto los mandatos de las reformas constitucionales no se reflejen en nuevas trayectorias de acción y sentido para la sociedad y la política, es decir, pasar de la gobernabilidad a la gobernanza del sistema educativo a efecto de replantear los patrones de dependencia, concretar el derecho a una educación de calidad para todos seguirá siendo, para México y para todos nosotros, un descomunal y lacerante desafío. *Francisco Miranda López, doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México y Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel II, es titular de la Unidad de Normatividad y Política Educativa del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación en México.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @Fmiranda2562 Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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