El Coronel John Jacob Astor IV y Caroline Webster, conocida como la soberana de Los 400, están en la historia del origen del hotel St. Regis New York, que cambio la forma de vivir el lujo en la ciudad.   Pocas personas pueden jactarse de haber cambiado el rumbo de la historia. En un acto casi fortuito, una familia logró crear una aristocracia basada en las imponentes fiestas que realizaban: Los Astor. El Coronel John Jacob Astor IV murió en la noche del 14 de abril de 1912 en el tristemente célebre hundimiento del Titanic, siendo poseedor de una de las fortunas más grandes de la historia estadounidense, 150 millones de dólares. Dejó viuda a Madeleine Talmage, quien sobrevivió a la catástrofe, y más tarde documentaría que su esposo, de acuerdo a la solicitud del personal del barco, cedió su lugar en el bote salvavidas para miembros de primera clase, para que mujeres y niños tuvieran preferencia. “Te veré en la mañana”, fueron las últimas palabras de Astor para su esposa. El padre del Coronel, William Backhouse, era un sibarita. Casado con Caroline Webster, la “Sociedad” era su estilo de vida. Caroline era conocida como la Reina de Nueva York, soberana de Los 400, un selecto grupo de personas considerados los más influyentes de su época. En palabras de ella, 400 es el número de personas que podían estar cómodas en un salón y, por ende, el límite de su lista de miembros, misma lista que The New York Times le pediría a Caroline para documentar la selección de familias y nombres de aquella nobleza estadounidense. Aunque la familia ya poseía un hotel, el Waldorf Astoria, los continuos viajes de John Jacob IV al Viejo Continente le habían hecho pensar en el ambicioso proyecto de un hotel de su propiedad, donde se recreara el lujo, servicio y majestuosidad de los edificios europeos. En 1904, siguiendo un estilo imperial abrió el hotel St. Regis New York, que poseía diseño, decoración y tecnología que ningún otro sitio contaba. En ese temprano año del siglo XX, el aire acondicionado ya era parte de los mecanismos innovadores del legado del Coronel Astor, maravillando a un mundo que no imaginaban algo parecido como parte de las amenidades de un hotel. Nadie antes había puesto en el imaginario los deleites que se ofrecían en aquel edificio de la 5ª Avenida con la 55. Termostatos, teléfonos, buzones de correo, elevadores adornados en bronce, mayordomos en cada habitación, biblioteca, cafés, un salón en el piso 18, porteros elegantemente ataviados con sombreros de copa, rosas y claveles por doquier; cualquier solicitud para el confort y nobleza de las estancias eran cubiertos. En un mes la cobertura de prensa era impresionante, desde artículos hablando de “un lugar para el buen gusto y una vida a placer” hasta sátiras de aquellos que decían sentirse intimidados. Los Astor habían triunfado, consagrándose como íconos de la sociedad estadounidense, dándole una cara y estilo a Nueva York, siendo, además, los anfitriones de cualquier persona notable que visitara la ciudad. Mantener tal estilo de vida para sus visitantes no era el mejor negocio, pero sin duda lograron el orgullo, grandeza y prominencia de una época, marcando lo que en futuro sería la ciudad más vibrante; la definición de Metrópoli per se.

 

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